Palabras en silencio.
Cuando más se pone un hombre a contemplar a Dios en la naturaleza, más cuenta se da de que Dios está por encima y más allá de ella. Al encontrar la huella de lo divino en todas las cosas, dice: "Esto también eres tú y sin embargo no eres tú." Así, con la ayuda de Dios, llega al tercer grado de la vida espiritual, donde no se conoce a Dios sólo a través de su obra, sino por una unión directa e inmediata.
Para efectuar la transición del segundo al tercer grado, los maestros espirituales de la tradición ortodoxa nos aconsejan que apliquemos a la vida de oración la vía de negación denominada aproximación apofática. La Escritura, los textos litúrgicos y la naturaleza, nos presentan innumerables palabras, imágenes y símbolos de Dios, y nos enseñan a darles su pleno valor y a servirnos de ellos en nuestra oración. No obstante, estas realidades no pueden expresar la entera verdad sobre el Dios vivo por lo que se nos anima a equilibrar nuestra oración afirmativa o catafática con la oración apofática. "Orar es dejar de lado los pensamientos," escribe Evagrio, definición muy incompleta de la oración, pero que nos da una idea de la clase de oración que nos permitirá acceder al tercer grado del camino espiritual. El que se esfuerza en alcanzar la Verdad eterna más allá de todas las palabras y pensamientos humanos empezará su espera de Dios en la paz y el silencio, no hablando ya de Dios ni a Dios, sino escuchando simplemente. "Sabed que yo soy Dios" (Sal 45:10).
Esta quietud o silencio interior se llama en griego hesychia. El que practica la oración de quietud es un hesycasta. Por hesychia entendemos una concentración sobre un fondo de paz interior. No se debe entender la quietud de una manera negativa, como la ausencia de palabras y de actividad exterior, ya que es la apertura del corazón humano al amor de Dios. Para la mayor parte de nosotros, la hesychia no es un estado permanente. Al practicar la oración de quietud, el hesycasta, se sirve también de otras formas de oración: oficios litúrgicos, lectura de la Escritura, recepción de los sacramentos. La oración apofática coexiste con la catafática y ambas se refuerzan mutuamente. La vía de la afirmación y la vía de la negación no son una alternativa; son complementarias.
¿Cómo callar y empezar a escuchar? Esta es la más difícil de todas las lecciones sobre la oración. No sirve de gran cosa decirse: "No pienses," pues la suspensión del pensamiento discursivo no se obtiene por medio de un simple ejercicio de la voluntad. Nuestro espíritu exige que hagamos algo para satisfacer su necesidad de actividad. Si nuestra estrategia espiritual es enteramente negativa, si intentamos eliminar todo pensamiento consciente sin ofrecer a nuestro espíritu otra actividad, tenemos grandes probabilidades de llegar a un vago ensueño. El espíritu tiene necesidad de alguna cosa que lo mantenga ocupado, permitiéndole superarse para alcanzar la paz. En la tradición hesycasta ortodoxa, se recomienda la repetición de alguna oración muy breve, "oración jaculatoria," casi siempre la oración de Jesús: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador.
Cuando recitamos la oración de Jesús, se nos aconseja evitar, si es posible, toda imagen o representación particular. "El novio está presente, pero no se le ve" (San Gregorio de Nisa). La oración de Jesús no es una forma de meditación imaginativa sobre los diferentes momentos de la vida de Cristo. Dejando a un lado las imágenes, tratamos de concentrar nuestra atención sobre las palabras. La oración de Jesús no es un hechizo hipnótico sino una frase cargada de sentido, una invocación dirigida a otra Persona. Su fin no es la relajación, sino la vigilancia. No es un sueño ligero, sino una oración muy viva. No debe ser recitada de forma mecánica, sino con un objetivo interior, vigilando que las palabras sean pronunciadas sin la menor tensión, sin violencia, sin exagerada insistencia. El cordel que rodea nuestro paquete espiritual debe estar tenso y no flojo, pero no tan tenso como para desgarrar los bordes del paquete.
En la recitación de la oración de Jesús, se distinguen tres registros o tres grados. Empieza con la "oración de los labios" u oración oral. Luego se interioriza y se convierte en "oración del intelecto," oración mental. Finalmente, el intelecto "desciende" al corazón y se une a él. Entonces, comienza la "oración del corazón" o más exactamente la "oración del intelecto en el corazón." En este registro, se convierte en oración del ser entero. Ya no es algo que recitemos o digamos sino algo que somos, pues el fin último del camino espiritual no es una persona que dice su oración de vez en cuando, sino una persona que es oración continuamente. La oración de Jesús comienza con una serie de gestos específicos de la oración. Su finalidad es establecer en el que ora un estado de oración constante, ininterrumpida incluso en medio de otras actividades.
Así, la oración de Jesús empieza con una plegaria vocal, como todas las oraciones. La repetición rítmica de la frase permite al hesicasta, en virtud de la simplicidad de las palabras de que se sirve, avanzar más allá del lenguaje y de las imágenes, hasta el corazón del misterio de Dios. De esta forma, la oración de Jesús se desarrolla, con la ayuda de Dios, en lo que los escritores occidentales llaman "oración de la atención amante," en la que el alma reposa en Dios sin verse molestada por una constante sucesión de imágenes, ideas y sensaciones. En el registro siguiente, la oración del hesycasta deja de ser el fruto de sus propios esfuerzos y se convierte en lo que los escritores ortodoxos llaman "espontánea" y los escritores occidentales "infusa." Dicho de otra manera, deja de ser "mi oración" y se convierte en la oración de Cristo en mí.
Sería imprudente tratar de suscitar por medios artificiales, lo que es fruto de la acción directa de Dios. Cuando invocamos el santo nombre de Jesús lo mejor es concentrar nuestra atención en la recitación de las palabras, pues en nuestros esfuerzos prematuros por acceder a la oración sin palabras, denominada oración del corazón, podríamos acabar no orando en absoluto y encontrarnos sentados y medio dormidos. Sigamos el consejo de san Juan Clímaco: "Limita tu espíritu a las palabras de tu oración." Dejemos que Dios haga el resto... A su manera. En su tiempo.
La unión con Dios.
El método apofático, reviste un carácter aparentemente negativo, pero resulta, en definitiva, sumamente positivo. El hecho de dejar de lado pensamientos e imágenes conduce no al asombro, sino a una plenitud que va mucho más allá de lo que el espíritu humano puede concebir o expresar. El camino de la negación se parece a la forma en que pelamos una cebolla o esculpimos una estatua. Cuando pelamos una cebolla, quitamos una piel después de otra hasta que ya no existe cebolla. El escultor que desbasta un bloque de mármol destruye con una finalidad positiva. No reduce el bloque a un montón de guijarros, sino que, por su acción aparentemente destructiva, extrae de él una forma inteligible.
Sucede lo mismo, en un registro más elevado, con la apófasis: negamos para afirmar. Declaramos que una cosa no es para poder decir cuál es. El camino de la negación se convierte en "superafirmación." Estas palabras, estos conceptos que dejamos de lado, son el trampolín desde el que nos lanzamos al misterio divino. Tomada en su sentido total y verdadero, la teología apofática nos conduce hacia una presencia y no hacia una ausencia, hacia una unión de amor y no hacia el agnosticismo. Por eso, la teología apofática es mucho más que un ejercicio puramente verbal en el que compensaríamos declaraciones positivas con otras negativas. Su finalidad es conducirnos a un encuentro directo con el Dios personal, que está mucho más allá de todo lo que podemos decir de Él, sea positivo o negativo.
Esta unión de amor que constituye el verdadero fin de la aproximación apofática es una unión con Dios en sus energías y no en su esencia. Si recordamos lo que se ha dicho con respecto al tema de la Trinidad y de la encarnación, es posible distinguir tres clases de unión:
En primer lugar, existe entre las tres Personas de la Trinidad una unión según la esencia: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son "uno en esencia." Esta unión no existe entre Dios y los santos. Aunque "deificados," los santos no se convierten en miembros adicionales de la Trinidad. Dios sigue siendo Dios y el hombre sigue siendo hombre. El hombre se convierte en Dios por la gracia, pero no se convierte en Dios en esencia. La distinción entre Creador y criatura está atenuada por el amor mutuo, pero no queda abolida. Por cerca que Dios esté de la persona humana, Dios seguirá siendo siempre "el Absolutamente Otro."
En segundo lugar, existe entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de Cristo encarnado una unión "hipostática" o personal. Divinidad y humanidad están tan estrechamente unidas en Cristo que constituyen una sola persona, pertenecen a una sola persona; en la unión mística entre Dios y el alma, hay dos personas y no una sola; digamos, para ser precisos, que hay cuatro personas: una persona humana y las tres Personas divinas de la indivisible Trinidad. Es una relación yo-tú: El "tú" sigue siendo "tú," por próximo a él que esté el "yo." Los santos son sumergidos en el abismo del amor divino, pero no son aniquilados. "Cristificación" no significa aniquilación. En la eternidad, Dios es "todo en todos" (1 Cor 15:28), pero Pedro sigue siendo Pedro, Pablo sigue siendo Pablo y Felipe sigue siendo Felipe. "Cada uno mantiene su propia naturaleza y su identidad, pero todos están llenos del Espíritu" ("Homilías de San Macario").
La unión entre Dios y los seres humanos que él ha creado no es según la esencia, ni según la hipóstasis, sino según la energía. Los santos no se convierten en Dios, pero participan en las energías de Dios, es decir en su vida, en su poder, en su gracia y en su gloria. Como ya hemos dicho, las energías no deben ser "objetivadas," consideradas como un intermediario entre Dios y el hombre, una "cosa," o un don que Dios concede a su creación. Las energías son verdaderamente Dios mismo, no Dios como existe en sí mismo, en su vida interior, sino Dios tal como se comunica él mismo por el amor que viene de él. Quien participa en las energías de Dios encuentra a Dios frente a frente, a través de una unión de amor directa y personal, en la medida en que un ser creado es capaz. Decir que el hombre participa en las energías de Dios pero no en su esencia, es decir que existe entre el hombre y Dios una unión, pero no una confusión.
Tinieblas y luz.
Para referirse a esta "unión según la energía" que va mucho más allá de todo lo que el hombre puede imaginar o describir, los santos se sirven de paradojas y símbolos. El discurso humano está adaptado a la descripción de lo que existe en el espacio y en el tiempo e, incluso en estos terrenos, no nos proporciona una descripción exhaustiva. Cuando toca el infinito y lo eterno, el discurso humano solamente puede contentarse con alusiones.
Los dos principales "signos" o símbolos de que se sirven los Padres son las tinieblas y la luz. No se trata, evidentemente, de decir que Dios es tiniebla o luz; hablamos ahora en parábolas y analogías. Según su preferencia por uno u otro "signo," los escritores místicos pueden ser clasificados en "nocturnos" o "solares." San Clemente de Alejandría (retomando las ideas del filósofo judío Filón), san Gregorio de Nisa y San Dionisio Areopagita parecen preferir el "signo" de las tinieblas. Orígenes, san Gregorio el Teólogo, Evagrio, las "Homilías de san Macario," san Simeón el Nuevo Teólogo y san Gregorio Palamas se sirven sobre todo del "signo" de la luz.
El lenguaje de las "tinieblas" aplicado a Dios, encuentra su origen en la descripción bíblica de Moisés en el monte Sinaí. Allí está escrito que Moisés entró desde la "nube oscura en que estaba Dios" (Ex 20:21). Resaltemos que en este pasaje no se dice que Dios es tinieblas; se dice que mora en esta nube oscura. Las tinieblas no son ni la ausencia, ni la irrealidad de Dios; son la incapacidad del espíritu humano para captar la naturaleza íntima de Dios. La oscuridad está en nosotros y no en Él.
En la base del lenguaje de "luz" se encuentra la frase de San Juan: "Dios es luz y no hay tinieblas en él" (1 Jn 1:5). Dios se revela como luz durante la transfiguración de Cristo en el monte Tabor, cuando "su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve" (Mt 17:2). Esta luz divina, percibida por los tres discípulos en la montaña y por numerosos santos durante su oración, no es otra que las energías increadas de Dios. La luz del Tabor no es una luz física y creada, ni una luz puramente metafórica, "de intelecto." Es inmaterial, pero no por ello es una realidad objetivamente menos existente. Al ser divinas, las energías increadas superan toda descripción humana, por eso al llamarlas "luz," caemos inevitablemente en el lenguaje del "signo" y del símbolo. Sin embargo, no se podría decir que las energías son simplemente simbólicas. Sirviéndonos del término "luz" para referirnos a estas energías, elegimos la palabra más apropiada, aunque nuestro lenguaje no podría ser tomado al pie de la letra.
Aunque no sea física, la luz divina puede ser percibida por el hombre a través de sus ojos físicos, a condición de que sus sentidos hayan sido transformados por la gracia divina. Sus ojos no ven la luz por su propio poder natural de percepción, sino por el poder del Espíritu Santo que actúa en él.
"El cuerpo es deificado al mismo tiempo que el alma" (San Máximo Confesor). El que ve la luz divina queda totalmente impregnado de ella y su cuerpo resplandece por la gloria que contempla. Él mismo se convierte en luz. Vladímir Losski no habla simplemente en metáforas cuando escribe: "El fuego de la gracia, encendido en el corazón de los cristianos por el Espíritu Santo, los hace brillar como cirios ante el Hijo de Dios."
Las "Homilías de San Macario" afirman respecto a esta transfiguración del cuerpo del hombre:
"Lo mismo que el cuerpo del Señor fue glorificado cuando se dirigió a la montaña y transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, igualmente los cuerpos de los santos son glorificados y resplandecen con una blancura fulgurante... "Les he dado la gloria que tú me has dado" (Jn 17:22). Igual que se encienden numerosas lámparas con una sola llama, así los cuerpos de los santos, al ser miembros de Cristo, deben ser lo que Cristo es y no otra cosa... Nuestra naturaleza humana, transformada en el poder de Dios, se convierte en llama y luz."
En las vidas de los santos occidentales u orientales, se encuentran con frecuencia ejemplos de glorificación corporal. Cuando Moisés desciende de la "nube oscura" que rodeaba el monte Sinaí, "su rostro brillaba y tenían miedo de acercarse a él"; "colocó un velo sobre su rostro," cuando habló a los israelitas (Ex 34:29-35). En los Apotegmas de los Padres del Desierto, se nos relata que un discípulo miró por la ventana de la celda del abba Arsenio y vio al anciano "como una llama." Del abba Pambo se decía que "Dios lo había glorificado tanto que nadie podía mirar su rostro, pues resplandecía de gloria." Catorce siglos más tarde, Nicolás Motovílov describe así una conversación con su starets San Serafín de Sárov: "Imaginad en el medio del sol, en el brillo más fuerte de sus rayos del mediodía, el rostro del hombre que os habla."
"Que la oración sea tu criterio: si ella va bien, todo irá bien." (Obispo Teófanes el Recluso).
"Cuanto más progresa el alma, más numerosos son los
adversarios a los que debe hacer frente.
Bendito seas si el combate se hace más encarnizado cuando rezas.
No creas haber adquirido la virtud, mientras no hayas combatido
por ella hasta derramar sangre, pues hay que combatir el pecado hasta la muerte,
según el divino apóstol, resistiendo con todas las fuerzas.
No permitas que tus ojos se duerman o que tus párpados se cierren hasta la hora de tu muerte; combate sin cesar si quieres gozar de la vida eterna." (Evagrio Póntico).
"Si un hombre no se ofrece enteramente a la cruz con espíritu de humildad y de pobreza, si no se deja pisar y despreciar, si no acepta la injusticia, el desprecio y la burla, si no soporta todo eso con alegría por el amor del Señor sin buscar una recompensa humana, como la gloria, la felicidad, los placeres, la comida, la bebida y la ropa, no puede convertirse en un verdadero cristiano." (San Marcos el Monje).
"Si quieres salir victorioso, participa en el sufrimiento de Cristo en tu persona, a fin de que puedas ser elegido para participar en su gloria. Si sufrimos con él, seremos también glorificados con él. El intelecto no puede ser glorificado con Jesús, si el cuerpo no sufre con él.
Bendito seas si sufres por la justicia; desde hace años y generaciones, el camino que va hacia Dios pasa por la cruz y por la muerte. La vida que conduce a Dios es una cruz cotidiana.
La cruz es la puerta de acceso a los misterios." (San Isaac el Sirio).
"Estar "sin pasión," en el sentido patrístico y no en el estoico del término, exige tiempo y esfuerzo. Esto requiere una vida austera, ayuno, vigilia, oración, lágrimas de sangre, humillación, desprecio del mundo, crucifixión, clavos, lanza en el costado, vinagre y hiel. Es ser abandonado por todos, sufrir los insultos de los hermanos insensatos crucificados con nosotros, las blasfemias de los que pasan... Y, luego, ¡la resurrección en el Señor, la santidad inmortal de la Pascua!" (Padre Teóklitos de Dionisiu).
"Reza con simplicidad. No esperes encontrar en tu corazón un don de oración extraordinaria. No te consideres digno de ello. Entonces, encontrarás la paz. Sírvete de tu oración vacía, fría, seca, para alimentar tu humildad. Repite, sin cesar: ¡No soy digno, Señor; no soy digno! Di/o tranquilamente, sin agitarte. Dios aceptará esta humilde oración.
"Cuando recites la oración de Jesús, acuérdate de que lo más importante es la humildad, luego la facultad, y no sólo la decisión, de mantener siempre el agudo sentido de las responsabilidades hacia Dios, hacia tu padre espiritual, hacia los demás, hacia todas las cosas. Isaac el Sirio nos previene de que la cólera de Dios se abate sobre los que rechazan la cruz amarga de la agonía, la cruz del sufrimiento activo, y que, a fuerza de buscar visiones y gracias particulares de oración, se obstinan en querer hacer suyas las glorias de la cruz. Dicen también: "La gracia de Dios viene por sí misma, de forma repentina, sin que la veamos aproximarse. Viene cuando tu corazón está limpio. Límpialo, pues, cuidadosa, diligente, constantemente. Bárrelo con la escoba de la humildad." (Starets Macario de Óptino)
"El intelecto exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas sus salidas por el recuerdo de Dios, una obra que pueda satisfacer su necesidad de actividad. Es preciso, por lo tanto, darle al Señor Jesús como la única ocupación que responde enteramente a su fin...
...Que en todo tiempo el intelecto, se concentre en su santuario interior, de modo tan exclusivo sobre sus palabras que no se desvíe hacia ninguna imaginación...
...Entonces el alma mantiene la gracia misma que medita y que grita con ella: "¡Señor Jesús!" como una madre enseñaría a su pequeño la palabra "padre," repitiéndola con él hasta que en lugar del balbuceo infantil, ella lo haya llevado a la costumbre de llamar distintamente a su padre, incluso en su sueño..." (San Diádoco de Fótice).
"¿Qué significa la entrada de Moisés en las tinieblas y la visión que tuvo de Dios?
El presente relato parece estar en contradicción con la teofanía del comienzo; entonces era en la luz, ahora es en las tinieblas donde aparece Dios. No pensemos, sin embargo, que esto esté en desacuerdo con el desarrollo de las realidades espirituales que consideramos. El Verbo nos enseña que el conocimiento religioso es luz cuando empieza a aparecer; en efecto, se opone a la impiedad que es tiniebla y ésta se disipa por el gozo de la luz. Pero cuando el espíritu en su marcha hacia adelante llega por medio de una aplicación cada vez más grande y perfecta a comprender lo que es el conocimiento de las realidades y se aproxima más a la contemplación, más ve que la naturaleza divina es invisible. Habiendo dejado todas las apariencias, no solamente lo que perciben los sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, va más al interior hasta que penetra, por su actividad, hasta lo Invisible y lo Incognoscible y allí ve a Dios. El verdadero conocimiento del que busca y su verdadera visión consiste en comprender que Dios trasciende todo conocimiento tanto por su incomprensibilidad como por la tiniebla." (San Gregorio de Nisa).
"En la contemplación mística, el hombre no ve con su intelecto ni con su cuerpo. Ve con el Espíritu. Conoce con certeza que mira de un modo sobrenatural una luz que eclipsa a todas las demás. Sin embargo, no sabe con qué órgano ve esta luz. Tampoco puede analizar la naturaleza de este órgano, pues los caminos del Espíritu son insondables. San Pablo lo afirma cuando nos dice haber oído "cosas que no está permitido a un hombre repetir" y haber visto cosas "que no está permitido a un hombre ver": "¿Estaba en su cuerpo? ¿Estaba sin su cuerpo? No lo sé" (2 Cor 12:3). Él mismo no sabía si era su cuerpo o su intelecto quien las veía porque no percibe estas cosas por el camino de los sentidos, aunque su visión fuera por lo menos tan clara como la que nos permite ver los objetos que pueden ser percibidos por nuestros sentidos. Quedó "encantado" por la misteriosa dulzura de su visión; fue transportado no sólo más allá de todo objeto y de todo pensamiento, sino más allá de sí mismo.
"Esta experiencia feliz, jubilosa, que le sobrevino a Pablo, permitió a su intelecto entrar en éxtasis y lo forzó a cambiar totalmente, revistió la forma de la luz. Una luz de revelación, una luz que no le reveló, sin embargo, los objetos que perciben los sentidos. Una luz sin límites, sin fin, que lo rodeaba por todas partes, se le apareció y brilló a su alrededor. Un sol infinitamente más luminoso y más grande que el universo. Y él, Pablo, en medio de esta luz, se convirtió en mirada. Así, más o menos, fue su visión." (San Gregorio Palamas)
"Cuando el alma es considerada digna de entrar en comunión con el Espíritu a la luz de Dios y cuando Dios hace resplandecer sobre ella la belleza de su gloria inefable, haciendo de ella su trono y estableciendo en ella su morada, se convierte por completo en luz, en rostro, en ojo, y no queda parte alguna de ella que no esté llena de esos ojos espirituales de luz. No queda ninguna parte de ella que esté en la oscuridad. Se convierte por entero en luz y Espíritu." (Homilías de San Macario).
CONTINÚA...