MAS SOBRE LA INTELIGENCIA CRISTIANA (1)

Foro en español y portugués para discutir los diversos aspectos de la Ortodoxia Tradicional.


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Giorgos
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Palabras en silencio.
Cuando más se pone un hombre a contemplar a Dios en la naturaleza, más cuenta se da de que Dios está por encima y más allá de ella. Al encontrar la huella de lo divino en todas las cosas, dice: "Esto también eres tú y sin embargo no eres tú." Así, con la ayuda de Dios, llega al tercer grado de la vida espiritual, donde no se conoce a Dios sólo a través de su obra, sino por una unión directa e inmediata.
Para efectuar la transición del segundo al tercer grado, los maestros espirituales de la tradición ortodoxa nos aconsejan que apliquemos a la vida de oración la vía de negación denominada aproximación apofática. La Escritura, los textos litúrgicos y la naturaleza, nos presentan innumerables palabras, imágenes y símbolos de Dios, y nos enseñan a darles su pleno valor y a servirnos de ellos en nuestra oración. No obstante, estas realidades no pueden expresar la entera verdad sobre el Dios vivo por lo que se nos anima a equilibrar nuestra oración afirmativa o catafática con la oración apofática. "Orar es dejar de lado los pensamientos," escribe Evagrio, definición muy incompleta de la oración, pero que nos da una idea de la clase de oración que nos permitirá acceder al tercer grado del camino espiritual. El que se esfuerza en alcanzar la Verdad eterna más allá de todas las palabras y pensamientos humanos empezará su espera de Dios en la paz y el silencio, no hablando ya de Dios ni a Dios, sino escuchando simplemente. "Sabed que yo soy Dios" (Sal 45:10).
Esta quietud o silencio interior se llama en griego hesychia. El que practica la oración de quietud es un hesycasta. Por hesychia entendemos una concentración sobre un fondo de paz interior. No se debe entender la quietud de una manera negativa, como la ausencia de palabras y de actividad exterior, ya que es la apertura del corazón humano al amor de Dios. Para la mayor parte de nosotros, la hesychia no es un estado permanente. Al practicar la oración de quietud, el hesycasta, se sirve también de otras formas de oración: oficios litúrgicos, lectura de la Escritura, recepción de los sacramentos. La oración apofática coexiste con la catafática y ambas se refuerzan mutuamente. La vía de la afirmación y la vía de la negación no son una alternativa; son complementarias.
¿Cómo callar y empezar a escuchar? Esta es la más difícil de todas las lecciones sobre la oración. No sirve de gran cosa decirse: "No pienses," pues la suspensión del pensamiento discursivo no se obtiene por medio de un simple ejercicio de la voluntad. Nuestro espíritu exige que hagamos algo para satisfacer su necesidad de actividad. Si nuestra estrategia espiritual es enteramente negativa, si intentamos eliminar todo pensamiento consciente sin ofrecer a nuestro espíritu otra actividad, tenemos grandes probabilidades de llegar a un vago ensueño. El espíritu tiene necesidad de alguna cosa que lo mantenga ocupado, permitiéndole superarse para alcanzar la paz. En la tradición hesycasta ortodoxa, se recomienda la repetición de alguna oración muy breve, "oración jaculatoria," casi siempre la oración de Jesús: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador.
Cuando recitamos la oración de Jesús, se nos aconseja evitar, si es posible, toda imagen o representación particular. "El novio está presente, pero no se le ve" (San Gregorio de Nisa). La oración de Jesús no es una forma de meditación imaginativa sobre los diferentes momentos de la vida de Cristo. Dejando a un lado las imágenes, tratamos de concentrar nuestra atención sobre las palabras. La oración de Jesús no es un hechizo hipnótico sino una frase cargada de sentido, una invocación dirigida a otra Persona. Su fin no es la relajación, sino la vigilancia. No es un sueño ligero, sino una oración muy viva. No debe ser recitada de forma mecánica, sino con un objetivo interior, vigilando que las palabras sean pronunciadas sin la menor tensión, sin violencia, sin exagerada insistencia. El cordel que rodea nuestro paquete espiritual debe estar tenso y no flojo, pero no tan tenso como para desgarrar los bordes del paquete.
En la recitación de la oración de Jesús, se distinguen tres registros o tres grados. Empieza con la "oración de los labios" u oración oral. Luego se interioriza y se convierte en "oración del intelecto," oración mental. Finalmente, el intelecto "desciende" al corazón y se une a él. Entonces, comienza la "oración del corazón" o más exactamente la "oración del intelecto en el corazón." En este registro, se convierte en oración del ser entero. Ya no es algo que recitemos o digamos sino algo que somos, pues el fin último del camino espiritual no es una persona que dice su oración de vez en cuando, sino una persona que es oración continuamente. La oración de Jesús comienza con una serie de gestos específicos de la oración. Su finalidad es establecer en el que ora un estado de oración constante, ininterrumpida incluso en medio de otras actividades.
Así, la oración de Jesús empieza con una plegaria vocal, como todas las oraciones. La repetición rítmica de la frase permite al hesicasta, en virtud de la simplicidad de las palabras de que se sirve, avanzar más allá del lenguaje y de las imágenes, hasta el corazón del misterio de Dios. De esta forma, la oración de Jesús se desarrolla, con la ayuda de Dios, en lo que los escritores occidentales llaman "oración de la atención amante," en la que el alma reposa en Dios sin verse molestada por una constante sucesión de imágenes, ideas y sensaciones. En el registro siguiente, la oración del hesycasta deja de ser el fruto de sus propios esfuerzos y se convierte en lo que los escritores ortodoxos llaman "espontánea" y los escritores occidentales "infusa." Dicho de otra manera, deja de ser "mi oración" y se convierte en la oración de Cristo en mí.
Sería imprudente tratar de suscitar por medios artificiales, lo que es fruto de la acción directa de Dios. Cuando invocamos el santo nombre de Jesús lo mejor es concentrar nuestra atención en la recitación de las palabras, pues en nuestros esfuerzos prematuros por acceder a la oración sin palabras, denominada oración del corazón, podríamos acabar no orando en absoluto y encontrarnos sentados y medio dormidos. Sigamos el consejo de san Juan Clímaco: "Limita tu espíritu a las palabras de tu oración." Dejemos que Dios haga el resto... A su manera. En su tiempo.
La unión con Dios.
El método apofático, reviste un carácter aparentemente negativo, pero resulta, en definitiva, sumamente positivo. El hecho de dejar de lado pensamientos e imágenes conduce no al asombro, sino a una plenitud que va mucho más allá de lo que el espíritu humano puede concebir o expresar. El camino de la negación se parece a la forma en que pelamos una cebolla o esculpimos una estatua. Cuando pelamos una cebolla, quitamos una piel después de otra hasta que ya no existe cebolla. El escultor que desbasta un bloque de mármol destruye con una finalidad positiva. No reduce el bloque a un montón de guijarros, sino que, por su acción aparentemente destructiva, extrae de él una forma inteligible.
Sucede lo mismo, en un registro más elevado, con la apófasis: negamos para afirmar. Declaramos que una cosa no es para poder decir cuál es. El camino de la negación se convierte en "superafirmación." Estas palabras, estos conceptos que dejamos de lado, son el trampolín desde el que nos lanzamos al misterio divino. Tomada en su sentido total y verdadero, la teología apofática nos conduce hacia una presencia y no hacia una ausencia, hacia una unión de amor y no hacia el agnosticismo. Por eso, la teología apofática es mucho más que un ejercicio puramente verbal en el que compensaríamos declaraciones positivas con otras negativas. Su finalidad es conducirnos a un encuentro directo con el Dios personal, que está mucho más allá de todo lo que podemos decir de Él, sea positivo o negativo.
Esta unión de amor que constituye el verdadero fin de la aproximación apofática es una unión con Dios en sus energías y no en su esencia. Si recordamos lo que se ha dicho con respecto al tema de la Trinidad y de la encarnación, es posible distinguir tres clases de unión:
En primer lugar, existe entre las tres Personas de la Trinidad una unión según la esencia: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son "uno en esencia." Esta unión no existe entre Dios y los santos. Aunque "deificados," los santos no se convierten en miembros adicionales de la Trinidad. Dios sigue siendo Dios y el hombre sigue siendo hombre. El hombre se convierte en Dios por la gracia, pero no se convierte en Dios en esencia. La distinción entre Creador y criatura está atenuada por el amor mutuo, pero no queda abolida. Por cerca que Dios esté de la persona humana, Dios seguirá siendo siempre "el Absolutamente Otro."
En segundo lugar, existe entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de Cristo encarnado una unión "hipostática" o personal. Divinidad y humanidad están tan estrechamente unidas en Cristo que constituyen una sola persona, pertenecen a una sola persona; en la unión mística entre Dios y el alma, hay dos personas y no una sola; digamos, para ser precisos, que hay cuatro personas: una persona humana y las tres Personas divinas de la indivisible Trinidad. Es una relación yo-tú: El "tú" sigue siendo "tú," por próximo a él que esté el "yo." Los santos son sumergidos en el abismo del amor divino, pero no son aniquilados. "Cristificación" no significa aniquilación. En la eternidad, Dios es "todo en todos" (1 Cor 15:28), pero Pedro sigue siendo Pedro, Pablo sigue siendo Pablo y Felipe sigue siendo Felipe. "Cada uno mantiene su propia naturaleza y su identidad, pero todos están llenos del Espíritu" ("Homilías de San Macario").
La unión entre Dios y los seres humanos que él ha creado no es según la esencia, ni según la hipóstasis, sino según la energía. Los santos no se convierten en Dios, pero participan en las energías de Dios, es decir en su vida, en su poder, en su gracia y en su gloria. Como ya hemos dicho, las energías no deben ser "objetivadas," consideradas como un intermediario entre Dios y el hombre, una "cosa," o un don que Dios concede a su creación. Las energías son verdaderamente Dios mismo, no Dios como existe en sí mismo, en su vida interior, sino Dios tal como se comunica él mismo por el amor que viene de él. Quien participa en las energías de Dios encuentra a Dios frente a frente, a través de una unión de amor directa y personal, en la medida en que un ser creado es capaz. Decir que el hombre participa en las energías de Dios pero no en su esencia, es decir que existe entre el hombre y Dios una unión, pero no una confusión.
Tinieblas y luz.
Para referirse a esta "unión según la energía" que va mucho más allá de todo lo que el hombre puede imaginar o describir, los santos se sirven de paradojas y símbolos. El discurso humano está adaptado a la descripción de lo que existe en el espacio y en el tiempo e, incluso en estos terrenos, no nos proporciona una descripción exhaustiva. Cuando toca el infinito y lo eterno, el discurso humano solamente puede contentarse con alusiones.
Los dos principales "signos" o símbolos de que se sirven los Padres son las tinieblas y la luz. No se trata, evidentemente, de decir que Dios es tiniebla o luz; hablamos ahora en parábolas y analogías. Según su preferencia por uno u otro "signo," los escritores místicos pueden ser clasificados en "nocturnos" o "solares." San Clemente de Alejandría (retomando las ideas del filósofo judío Filón), san Gregorio de Nisa y San Dionisio Areopagita parecen preferir el "signo" de las tinieblas. Orígenes, san Gregorio el Teólogo, Evagrio, las "Homilías de san Macario," san Simeón el Nuevo Teólogo y san Gregorio Palamas se sirven sobre todo del "signo" de la luz.
El lenguaje de las "tinieblas" aplicado a Dios, encuentra su origen en la descripción bíblica de Moisés en el monte Sinaí. Allí está escrito que Moisés entró desde la "nube oscura en que estaba Dios" (Ex 20:21). Resaltemos que en este pasaje no se dice que Dios es tinieblas; se dice que mora en esta nube oscura. Las tinieblas no son ni la ausencia, ni la irrealidad de Dios; son la incapacidad del espíritu humano para captar la naturaleza íntima de Dios. La oscuridad está en nosotros y no en Él.
En la base del lenguaje de "luz" se encuentra la frase de San Juan: "Dios es luz y no hay tinieblas en él" (1 Jn 1:5). Dios se revela como luz durante la transfiguración de Cristo en el monte Tabor, cuando "su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve" (Mt 17:2). Esta luz divina, percibida por los tres discípulos en la montaña y por numerosos santos durante su oración, no es otra que las energías increadas de Dios. La luz del Tabor no es una luz física y creada, ni una luz puramente metafórica, "de intelecto." Es inmaterial, pero no por ello es una realidad objetivamente menos existente. Al ser divinas, las energías increadas superan toda descripción humana, por eso al llamarlas "luz," caemos inevitablemente en el lenguaje del "signo" y del símbolo. Sin embargo, no se podría decir que las energías son simplemente simbólicas. Sirviéndonos del término "luz" para referirnos a estas energías, elegimos la palabra más apropiada, aunque nuestro lenguaje no podría ser tomado al pie de la letra.
Aunque no sea física, la luz divina puede ser percibida por el hombre a través de sus ojos físicos, a condición de que sus sentidos hayan sido transformados por la gracia divina. Sus ojos no ven la luz por su propio poder natural de percepción, sino por el poder del Espíritu Santo que actúa en él.
"El cuerpo es deificado al mismo tiempo que el alma" (San Máximo Confesor). El que ve la luz divina queda totalmente impregnado de ella y su cuerpo resplandece por la gloria que contempla. Él mismo se convierte en luz. Vladímir Losski no habla simplemente en metáforas cuando escribe: "El fuego de la gracia, encendido en el corazón de los cristianos por el Espíritu Santo, los hace brillar como cirios ante el Hijo de Dios."
Las "Homilías de San Macario" afirman respecto a esta transfiguración del cuerpo del hombre:
"Lo mismo que el cuerpo del Señor fue glorificado cuando se dirigió a la montaña y transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, igualmente los cuerpos de los santos son glorificados y resplandecen con una blancura fulgurante... "Les he dado la gloria que tú me has dado" (Jn 17:22). Igual que se encienden numerosas lámparas con una sola llama, así los cuerpos de los santos, al ser miembros de Cristo, deben ser lo que Cristo es y no otra cosa... Nuestra naturaleza humana, transformada en el poder de Dios, se convierte en llama y luz."
En las vidas de los santos occidentales u orientales, se encuentran con frecuencia ejemplos de glorificación corporal. Cuando Moisés desciende de la "nube oscura" que rodeaba el monte Sinaí, "su rostro brillaba y tenían miedo de acercarse a él"; "colocó un velo sobre su rostro," cuando habló a los israelitas (Ex 34:29-35). En los Apotegmas de los Padres del Desierto, se nos relata que un discípulo miró por la ventana de la celda del abba Arsenio y vio al anciano "como una llama." Del abba Pambo se decía que "Dios lo había glorificado tanto que nadie podía mirar su rostro, pues resplandecía de gloria." Catorce siglos más tarde, Nicolás Motovílov describe así una conversación con su starets San Serafín de Sárov: "Imaginad en el medio del sol, en el brillo más fuerte de sus rayos del mediodía, el rostro del hombre que os habla."
"Que la oración sea tu criterio: si ella va bien, todo irá bien." (Obispo Teófanes el Recluso).
"Cuanto más progresa el alma, más numerosos son los
adversarios a los que debe hacer frente.
Bendito seas si el combate se hace más encarnizado cuando rezas.
No creas haber adquirido la virtud, mientras no hayas combatido
por ella hasta derramar sangre, pues hay que combatir el pecado hasta la muerte,
según el divino apóstol, resistiendo con todas las fuerzas.
No permitas que tus ojos se duerman o que tus párpados se cierren hasta la hora de tu muerte; combate sin cesar si quieres gozar de la vida eterna." (Evagrio Póntico).
"Si un hombre no se ofrece enteramente a la cruz con espíritu de humildad y de pobreza, si no se deja pisar y despreciar, si no acepta la injusticia, el desprecio y la burla, si no soporta todo eso con alegría por el amor del Señor sin buscar una recompensa humana, como la gloria, la felicidad, los placeres, la comida, la bebida y la ropa, no puede convertirse en un verdadero cristiano." (San Marcos el Monje).
"Si quieres salir victorioso, participa en el sufrimiento de Cristo en tu persona, a fin de que puedas ser elegido para participar en su gloria. Si sufrimos con él, seremos también glorificados con él. El intelecto no puede ser glorificado con Jesús, si el cuerpo no sufre con él.
Bendito seas si sufres por la justicia; desde hace años y generaciones, el camino que va hacia Dios pasa por la cruz y por la muerte. La vida que conduce a Dios es una cruz cotidiana.
La cruz es la puerta de acceso a los misterios." (San Isaac el Sirio).
"Estar "sin pasión," en el sentido patrístico y no en el estoico del término, exige tiempo y esfuerzo. Esto requiere una vida austera, ayuno, vigilia, oración, lágrimas de sangre, humillación, desprecio del mundo, crucifixión, clavos, lanza en el costado, vinagre y hiel. Es ser abandonado por todos, sufrir los insultos de los hermanos insensatos crucificados con nosotros, las blasfemias de los que pasan... Y, luego, ¡la resurrección en el Señor, la santidad inmortal de la Pascua!" (Padre Teóklitos de Dionisiu).
"Reza con simplicidad. No esperes encontrar en tu corazón un don de oración extraordinaria. No te consideres digno de ello. Entonces, encontrarás la paz. Sírvete de tu oración vacía, fría, seca, para alimentar tu humildad. Repite, sin cesar: ¡No soy digno, Señor; no soy digno! Di/o tranquilamente, sin agitarte. Dios aceptará esta humilde oración.
"Cuando recites la oración de Jesús, acuérdate de que lo más importante es la humildad, luego la facultad, y no sólo la decisión, de mantener siempre el agudo sentido de las responsabilidades hacia Dios, hacia tu padre espiritual, hacia los demás, hacia todas las cosas. Isaac el Sirio nos previene de que la cólera de Dios se abate sobre los que rechazan la cruz amarga de la agonía, la cruz del sufrimiento activo, y que, a fuerza de buscar visiones y gracias particulares de oración, se obstinan en querer hacer suyas las glorias de la cruz. Dicen también: "La gracia de Dios viene por sí misma, de forma repentina, sin que la veamos aproximarse. Viene cuando tu corazón está limpio. Límpialo, pues, cuidadosa, diligente, constantemente. Bárrelo con la escoba de la humildad." (Starets Macario de Óptino)
"El intelecto exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas sus salidas por el recuerdo de Dios, una obra que pueda satisfacer su necesidad de actividad. Es preciso, por lo tanto, darle al Señor Jesús como la única ocupación que responde enteramente a su fin...
...Que en todo tiempo el intelecto, se concentre en su santuario interior, de modo tan exclusivo sobre sus palabras que no se desvíe hacia ninguna imaginación...
...Entonces el alma mantiene la gracia misma que medita y que grita con ella: "¡Señor Jesús!" como una madre enseñaría a su pequeño la palabra "padre," repitiéndola con él hasta que en lugar del balbuceo infantil, ella lo haya llevado a la costumbre de llamar distintamente a su padre, incluso en su sueño..." (San Diádoco de Fótice).
"¿Qué significa la entrada de Moisés en las tinieblas y la visión que tuvo de Dios?
El presente relato parece estar en contradicción con la teofanía del comienzo; entonces era en la luz, ahora es en las tinieblas donde aparece Dios. No pensemos, sin embargo, que esto esté en desacuerdo con el desarrollo de las realidades espirituales que consideramos. El Verbo nos enseña que el conocimiento religioso es luz cuando empieza a aparecer; en efecto, se opone a la impiedad que es tiniebla y ésta se disipa por el gozo de la luz. Pero cuando el espíritu en su marcha hacia adelante llega por medio de una aplicación cada vez más grande y perfecta a comprender lo que es el conocimiento de las realidades y se aproxima más a la contemplación, más ve que la naturaleza divina es invisible. Habiendo dejado todas las apariencias, no solamente lo que perciben los sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, va más al interior hasta que penetra, por su actividad, hasta lo Invisible y lo Incognoscible y allí ve a Dios. El verdadero conocimiento del que busca y su verdadera visión consiste en comprender que Dios trasciende todo conocimiento tanto por su incomprensibilidad como por la tiniebla." (San Gregorio de Nisa).
"En la contemplación mística, el hombre no ve con su intelecto ni con su cuerpo. Ve con el Espíritu. Conoce con certeza que mira de un modo sobrenatural una luz que eclipsa a todas las demás. Sin embargo, no sabe con qué órgano ve esta luz. Tampoco puede analizar la naturaleza de este órgano, pues los caminos del Espíritu son insondables. San Pablo lo afirma cuando nos dice haber oído "cosas que no está permitido a un hombre repetir" y haber visto cosas "que no está permitido a un hombre ver": "¿Estaba en su cuerpo? ¿Estaba sin su cuerpo? No lo sé" (2 Cor 12:3). Él mismo no sabía si era su cuerpo o su intelecto quien las veía porque no percibe estas cosas por el camino de los sentidos, aunque su visión fuera por lo menos tan clara como la que nos permite ver los objetos que pueden ser percibidos por nuestros sentidos. Quedó "encantado" por la misteriosa dulzura de su visión; fue transportado no sólo más allá de todo objeto y de todo pensamiento, sino más allá de sí mismo.
"Esta experiencia feliz, jubilosa, que le sobrevino a Pablo, permitió a su intelecto entrar en éxtasis y lo forzó a cambiar totalmente, revistió la forma de la luz. Una luz de revelación, una luz que no le reveló, sin embargo, los objetos que perciben los sentidos. Una luz sin límites, sin fin, que lo rodeaba por todas partes, se le apareció y brilló a su alrededor. Un sol infinitamente más luminoso y más grande que el universo. Y él, Pablo, en medio de esta luz, se convirtió en mirada. Así, más o menos, fue su visión." (San Gregorio Palamas)
"Cuando el alma es considerada digna de entrar en comunión con el Espíritu a la luz de Dios y cuando Dios hace resplandecer sobre ella la belleza de su gloria inefable, haciendo de ella su trono y estableciendo en ella su morada, se convierte por completo en luz, en rostro, en ojo, y no queda parte alguna de ella que no esté llena de esos ojos espirituales de luz. No queda ninguna parte de ella que esté en la oscuridad. Se convierte por entero en luz y Espíritu." (Homilías de San Macario).

CONTINÚA...

Last edited by Giorgos on Sun 21 November 2004 10:50 pm, edited 1 time in total.
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CONTINÚA Y FINAL

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Un Dios Eterno.
"Acuérdate de mí, Jesús cuando llegues a tu Reino" (Lc 23:42).
"Para todas las almas que aman a Dios, para todos los verdaderos cristianos, llegará un primer mes del año, como el mes de abril, un día de resurrección." (Homilías de San Macario).
"Cuando el abba Zacarías estaba a punto de morir, el abba Moisés le preguntó: "¿Qué ves?" El abba Zacarías replicó: "¿No es mejor no decir nada, padre?" "Si, hijo mío," respondió el abba Moisés: "Vale más no decir nada." (Apotegmas de los Padres del Desierto).
Se aproxima el final.
"Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro." Orientado hacia el futuro, el Credo termina con una nota de espera. Las cosas últimas deberán ser nuestro punto de referencia constante a lo largo de toda esta vida terrestre aunque no nos es posible hablar con detalle de las realidades del mundo futuro. "Queridos, dice san Juan, desde ahora somos hijos de Dios y aun no se ha manifestado lo que seremos" (1 Cor 3:2). gracias a nuestra fe en Cristo, poseemos a partir de ahora, una relación viva y personal con Dios y sabemos, no de forma hipotética sino de manera cierta, que esta relación es portadora de una semilla de eternidad. Para lo que sea conocer la vida, no en la secuencia temporal sino en la eterna, y no en las condiciones de la caída sino en un universo en el que Dios sea "todo en todos," no tenemos más que aproximaciones, una concepción oscura. Por eso, solamente deberíamos hablar con prudencia y respetar la exigencia del silencio.
Sin embargo hay tres realidades que tenemos derecho a afirmar sin la menor ambigüedad: que Cristo volverá en su gloria; que a su llegada resucitaremos de entre los muertos y seremos juzgados; "que su reino no tendrá fin" (Lc 1:33).
Volvamos al primer punto: la Escritura y la Santa Tradición nos hablan repetidamente de la segunda venida de Cristo. No permiten pensar que, gracias al progreso constante de la "civilización," el mundo mejorará, permitiendo a la humanidad establecer el Reino de Dios en la tierra. La visión que el cristiano tiene de la historia del mundo es opuesta a este tipo de optimismo evolucionista. Más bien se nos enseña a esperar cataclismos naturales, conflictos cada vez más destructores entre los hombres, confusión y apostasía entre los que se llaman cristianos (Mt 24:3-27). Este período de tribulación alcanzará su punto culminante al aparecer "el hombre impío" (2 Ts 2:3-4) o Anticristo que, según la interpretación tradicional de la Iglesia Ortodoxa, no será Satán, sino un ser humano verdadero en el que se habrán reunido todas las fuerzas del mal y que ejercerá durante un tiempo bastante breve su poder sobre el mundo entero. La segunda venida del Señor pondrá fin bruscamente al reino del Anticristo. Esta vez, la llegada del Señor no tendrá lugar de un modo tan discreto como durante su nacimiento en Belén; veremos "al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder viniendo sobre las nubes del cielo" (Mt 26:64). Así, el curso de la historia terminará de modo repentino y dramático por medio de una intervención directa del reino divino.
El tiempo de la segunda venida no se nos ha revelado. "No os corresponde conocer el tiempo y los momentos que el Padre ha fijado con su autoridad" (Hch 1:7). "El Señor vendrá como un ladrón en plena noche" (1 Ts 5:2). Esto significa que, evitando especular sobre la fecha exacta, debemos estar dispuestos y vivir con esta expectativa. "Lo que os digo a vosotros, se lo digo a todos: ¡Velad!" (Mc 13:37). En efecto, llegue pronto o tarde el fin, según nuestra humana escala temporal, es siempre inminente, siempre próximo, hablando desde un punto de vista espiritual. Mantengamos nuestros corazones atentos. Recordemos las palabras del Gran Canon de san Andrés de Creta, que se recita durante la cuaresma:
"¡Alma mía, despiértate! ¿Por qué duermes? El fin se acerca y pronto te sentirás angustiada. Vigila, pues, para que te proteja Cristo, tu Dios, que está presente en todas partes y lo llena todo."
La primavera futura.
En segundo lugar, como cristianos creemos no solamente en la inmortalidad del alma, sino también en la resurrección del cuerpo. Según el orden divino, en nuestra primera creación, el alma humana y el cuerpo humano dependen uno del otro y no pueden vivir uno sin otro. Después de la caída, el alma y el cuerpo son separados en el momento de la muerte corporal, pero esta separación no es final ni permanente. En la segunda venida de Cristo, resucitaremos de entre los muertos, en nuestra alma y en nuestro cuerpo, y apareceremos, cuerpo y alma, ante nuestro Señor en el juicio final.
El evangelio de san Juan insiste en el hecho de que el juicio está presente en cada instante de nuestra existencia terrestre. Cuando, consciente o inconscientemente, elegimos el bien, entramos ya anticipadamente en la vida eterna. Cuando elegimos el mal, percibimos un sabor anticipado del infierno. La mejor forma de comprender el Juicio Final es percibirlo como el momento de la verdad, en que todo será sacado a la luz, en el que nuestros actos y nuestras opciones nos serán revelados con todas sus implicaciones, en que nos daremos cuenta, con absoluta claridad, de quiénes somos y de cuáles han sido el sentido y el objeto profundo de nuestra vida. Entonces, después de esta puesta a punto final, entraremos en cuerpo y alma, en el cielo o en el infierno, en la vida eterna o en la muerte eterna.
Cristo es el juez; sin embargo, desde cierto punto de vista, nosotros mismos pronunciamos nuestro propio juicio. Si alguien está en el infierno, no es porque Dios lo haya encerrado allí, sino porque él mismo lo ha elegido. Los que están perdidos en el infierno se han condenado ellos mismos, se han esclavizado ellos mismos. Con justicia se ha podido decir que las puertas del infierno se han cerrado desde el interior.
"En la resurrección, todos los miembros del cuerpo serán exaltados y no se perderá ni un cabello," afirman las "Homilías de San Macario" (cf. Lc 21:18). Sin embargo san Pablo nos dice que el cuerpo de resurrección es un cuerpo espiritual (1 Cor 15:35-46). Esto no significa que en la resurrección nuestros cuerpos sean, en cierto modo, "desmaterializados," pues tal como conocemos la materia, en este mundo caído, con toda su inercia y su opacidad, no corresponde en absoluto a la materia tal como Dios la ha querido. Liberado de la grosería de la carne caída, el cuerpo resucitado compartirá las cualidades del cuerpo humano de Cristo durante la transfiguración y la resurrección. Incluso transformado, nuestro cuerpo resucitado se parecerá al cuerpo que ahora tenemos: habrá una continuidad entre los dos. Según san Cirilo de Jerusalén, "Este cuerpo resucitado ya no será el ser endeble que conocemos y sin embargo resucitará idénticamente el mismo. Habrá adquirido la incorruptibilidad y será transformado por ella... Para vivir ya no tendrá necesidad de alimentos ni para elevarse de escalas; se convertirá en espiritual, algo maravilloso y de tan alta dignidad que no podríamos expresar."
San Ireneo afirma que:
"Ni la sustancia, ni la materia de la creación se han aniquilado. Verídico y estable es aquél que las ha establecido, pero el rostro de este mundo pasará, es decir los elementos en los cuales ha tenido lugar la transgresión...
...Pero, cuando este aspecto haya pasado y el hombre haya sido renovado, estará maduro en la incorruptibilidad, hasta el punto de no poder ya envejecer, "será entonces el cielo nuevo y la tierra nueva" (Ap 21:1), en las cuales el hombre nuevo vivirá, conversando con Dios de un modo siempre nuevo."
"El cielo nuevo y una tierra nueva": el hombre no es salvado fuera de su cuerpo; es salvado en su cuerpo. No es salvado del mundo material; es salvado con el mundo material. Porque el hombre es microcosmos y mediador de la creación, la salvación del hombre comprende también la reconciliación y la transfiguración de toda la creación animada e inanimada alrededor de él, su liberación de "la servidumbre de la corrupción" para entrar "en la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8:21). En la "tierra nueva" del mundo futuro, existe seguramente un lugar, no solamente para la humanidad, sino también para los animales: en el hombre y a través de él ellos también compartirán la inmortalidad, así como las rocas, los árboles, el fuego y el agua.
Antiguo en el infinito.
Este reino de la resurrección en el que viviremos en cuerpo, y alma, gracias a la misericordia divina, es, en primer lugar, un reino que no tendrá "fin." Su eternidad y su infinitud superan nuestra imaginación caída. Sin embargo, podemos estar seguros de dos cosas: que la perfección no es uniforme sino variada y que la perfección no es estática sino dinámica. La eternidad significa una variedad inagotable. Si es verdad, y nuestra experiencia aquí abajo nos lo prueba, que la santidad no es monótona, sino siempre diferente, ¿no será así también, y en un grado incomparablemente más elevado, en la vida futura? Dios nos promete: "Al vencedor, le daré una piedrecita blanca, que llevará grabado un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe" (Ap 2:17). Incluso en el mundo futuro, el sentido profundo de mi persona, que es único, seguirá siendo un secreto entre Dios y yo. En el Reino de Dios, cada uno forma uno solo con los otros, aunque seguirá siendo claramente él mismo, marcado con las cicatrices y características que tenía en vida, ahora curadas, transformadas, glorificadas. Según san Isaac de Escete:
"El Señor en su misericordia concede el descanso a cada uno según sus obras: al grande según su grandeza, al pequeño según su pequeñez; pues está dicho: "En la casa de mi Padre, hay muchas moradas" (Jn 14:2). Aunque no haya más que un solo reino, cada uno encuentra en este reino lugar y obra a su medida."
Eternidad significa igualmente progreso sin fin, perpetuo. Es cierto hablando del camino espiritual, no solamente en esta vida presente, sino también en la del mundo futuro. Avanzamos constantemente. Avanzamos siempre hacia adelante y no hacia atrás. El mundo futuro no es una simple vuelta al principio, una restauración del estado original de perfección en el Paraíso, sino una nueva partida, un cielo nuevo, una tierra nueva, donde las cosas últimas serán más grandes que las primeras...

San Gregorio de Nisa creía que, incluso en el cielo, la perfección está en la progresión. Sirviéndose de una paradoja llena de finura, dice que la esencia de la perfección consiste, precisamente, en no llegar a ser perfecto nunca, sino en tender siempre a una perfección más grande. Por ser Dios infinito, este esfuerzo constante, esta épktasis, retomando el término de los Padres Griegos, es ilimitada. El alma posee a Dios, pero lo sigue buscando. Su júbilo es completo, pero se intensifica. Dios se aproxima siempre a nosotros, pero sigue siendo el otro... Lo miramos cara a cara, aunque continuemos penetrando el misterio divino. No somos extranjeros, sino todavía peregrinos, "que van de gloria en gloria" (2 Cor 3:18), hacia una gloria aún más grande. En toda la eternidad alcanzaremos el punto en que hayamos realizado todo lo que había que hacer, en que hayamos descubierto todo lo que había que conocer. "En este mundo, como en el mundo futuro, dice san Ireneo, Dios tendrá siempre algo que enseñar al hombre y el hombre algo nuevo que aprender de Dios."

ESPERAMOS EN CRISTO QUE LA LECTURA DE ESTE TRABAJO DEL OBISPO

KALLISTOS SIRVA PARA ESCLARECER EL CAMINO DE LA INTELIGENCIA

CRISTIANA.

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                ROGAMOS ESPECIALMENTE TENER EN CUENTA QUE ESTA ES UNA TRADUCCIÓN PRIVADA SOBRE LA QUE NO HAY DERECHOS PÚBLICOS DE REPRODUCCIÓN.
                AGRADECEMOS A VLADIKA ALEXANDER  DE BUENOS AIRES.

                                                         GIORGOS
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