Querido Hermano en Cristo Suaiden,
El trabajo que sigue, del Obispo Kallistos, te resultará más esclarecedor en cuanto a la relación entre la inteligencia cristiana y el helenismo, entendido como base de la ordenación del intelecto espiritual (NOUS).
Si la inteligencia no tiene orden, tendrá muchas dificultades para receptar el “Kerygma” cristiano.
Por supuesto que todo depende de la Gracia de Dios, como puede verse en el caso particularmente estremecedor de los “Locos por Cristo” (Xristós Zalotis), que son quienes se hacen locos a sí mismos por Amor de Dios. Pero, ¿qué sucede con quienes “naturalmente” carecen de cordura o de inteligencia?
Para ellos también hay camino de salvación que es la aceptación humilde de su condición y el dejar que la Gracia Divina bañe e inunde su espíritu, más allá de la razón, más allá del saber mundano.
Un abrazo ortodoxo,
Giorgos.
El Dios
del misterio y la oración.
Obispo Kallistos de Diokleia
( Kallistos Ware)
Contenido:
Introduccion.
Un Dios Incomprensible.
Alteridad y proximidad del Eterno. Un Dios que es misterio. La fe en el Dios personal. Tres puntos de referencia. Manifestaciones.
Un Dios Que es Trinidad.
Un poco de amor puro. Tres personas en una sola esencia. Características personales. Las dos manos de Dios. Orar a la Trinidad. Vivir la Trinidad.
Un Dios Que es Creador.
Mirad los cielos. El puente de diamante. El hombre, cuerpo y alma. Microcosmos y mediador. Imagen y semejanza. Sacerdote y rey. El reino interior. El mal, el sufrimiento y la caída del hombre. Consecuencias de la caída. Nadie cae solo. ¿Un Dios que sufre?
Un Dios Que se hizo Hombre.
Nuestro compañero de camino. Señor Jesús, ten piedad. Doble pero único. La salvación como compartir. ¿Por qué un nacimiento virginal? Obediente hasta la muerte La muerte, esta victoria. Cristo ha resucitado.
Un Dios Revelado por el Espíritu.
¿Puños cerrados o manos abiertas? El viento y el fuego. El Espíritu y el Hijo. El don de Pentecostés. Padres en el Espíritu y locos (necios) en Cristo. Conviértete en lo que eres.
Un Dios Accesible en la Oración.
Las tres etapas de la vida. Tres presupuestos. El reino de los cielos exige esfuerzo. Cambiar de espíritu. Al Creador a través de la creación. Palabras en silencio. La unión con Dios. Tinieblas y luz.
Un Dios Eterno.
Se aproxima el final. La primavera futura. Antiguo en el infinito.
Introduccion.
"Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14:6).
"La Iglesia no nos da un sistema; nos proporciona una llave. No nos da el plano de la ciudad de Dios; nos facilita los medios para penetrar en ella. Podremos perdernos por falta de un plano, pero, al menos, lo que veamos lo veremos sin intermediarios. Directamente. Realmente. Quien estudia rigurosamente el plano corre el peligro de quedarse en el exterior, sin encontrar realmente nada" (Padre Jorge Florovski).
San Serapión el Sindonita, célebre Padre del desierto de Egipto del siglo IV, se dirigió en peregrinación a Roma. Había oído hablar de una reclusa que vivía en una pequeña habitación de la que no salía jamás. Él, que erraba siempre por montes y por valles, se mostraba reticente con respecto a ese género de vida. Decidió ir a entrevistarse con ella y la preguntó: "¿Qué haces ahí sentada?" Ella le respondió: "No estoy sentada; estoy en camino."
No estoy sentada; estoy en camino, palabras que todo cristiano podría hacer suyas. Ser cristiano es, precisamente, estar en camino. Los Padres Griegos nos recuerdan que somos como los israelitas en el desierto del Sinaí. Vivimos en tiendas y no en casas, pues espiritualmente estamos siempre en camino. ¡Fuera el reloj! ¡Fuera el calendario! Un viaje fuera del tiempo... Un viaje en la eternidad.
Uno de los términos más antiguos de que nos hemos servido para designar el cristianismo es el de "Camino." "Por aquel tiempo," nos dicen los Hechos de los Apóstoles, "se produjo un tumulto bastante grave a propósito del Camino" (Hch 19:23). Félix, gobernador romano de Cesárea, estaba "muy informado sobre lo que concierne al Camino" (Hch 24:22). El Camino es un término que hace relación al carácter práctico de la fe cristiana; el cristianismo es totalmente distinto de una teoría sobre el universo y completamente distinto de una enseñanza escrita. Es el camino que seguimos, el "camino" en toda la plenitud del término: el Camino de la Vida.
La única forma de descubrir la verdadera naturaleza del cristianismo es comprometernos con este camino, decidir seguir esta ruta que conduce a la Vida. Entonces empezaremos a ver por nosotros mismos, puesto que mientras nos mantengamos aparte, no podremos comprender del todo; necesitamos directrices antes de ponernos en ruta, saber qué señales indicadoras deberemos seguir; necesitamos también compañeros de viaje. Es prácticamente imposible emprender un viaje semejante sin la ayuda de los otros, aunque no nos den más que una idea muy vaga de lo que es el camino, porque nada puede sustituir a la experiencia personal y directa. Cada uno debemos comprobar lo que hemos aprendido y revivir la Tradición que hemos recibido. "El Credo, decía el metropolitano Filarete de Moscú, solamente te pertenece si lo has vivido." Nadie puede hacer un viaje semejante arrellanado en su sillón. Nadie puede ser un cristiano de segunda mano. Dios tiene hijos, no nietos.
Como cristiano de la Iglesia Ortodoxa, deseo subrayar esta necesidad de experiencia viva. Para muchos occidentales del siglo XX, la Iglesia Ortodoxa tiene un carácter antiguo y conservador. El mensaje de los ortodoxos a sus hermanos occidentales parece ser: "Somos vuestro pasado." Para los ortodoxos, sin embargo, el respeto a la Tradición no significa en primer lugar y ante todo, la aceptación de fórmulas o de costumbres anticuadas heredadas de las generaciones anteriores. La fidelidad a la Tradición es esta experiencia siempre nueva, personal, directa, del Espíritu Santo en el presente. Aquí. Ahora.
Debemos subrayar algo que tiene gran interés para el ortodoxo: el valor de los gestos simbólicos, como encender un cirio, o el papel de los iconos que transforman la pequeña iglesia en un rincón "de cielo en la tierra," lugar preeminente del martirio en la experiencia ortodoxa, ya sea bajo los turcos desde 1453 o bajo los regímenes comunistas desde 1917. La Ortodoxia parece hoy un "viejo árbol." Olvidemos su edad... ¿No sentimos vibrar esta "perpetua resurrección"? Después de todo, ¿no es esto lo que cuenta? No es un simple vestigio, porque Cristo no dijo: "Yo soy la costumbre" sino "Yo soy la Vida."
Esta obra se propone revelar las fuentes de esta "perpetua resurrección." Quiere poner de manifiesto algunas de estas señales indicadoras o algunos de estos mojones que jalonan el camino espiritual. No ha sido concebido para relatar la historia pasada o la condición contemporánea del mundo ortodoxo: el lector deseoso de documentarse a este respecto puede ver mi obra precedente The Orthodox Church, Penguin Books. En la medida de lo posible, he evitado repetir aquí lo que en ella había escrito.
El objeto de este libro es ofrecer una idea de las enseñanzas fundamentales de la Iglesia Ortodoxa, presentando la fe como un modo de vida y de oración. Este libro bien podría haberse titulado: Lo que hace vivir a los cristianos ortodoxos. En otros tiempos, cuando todo era más formal, habría revestido, sin duda, la forma de un catecismo para adultos, con preguntas y respuestas. No he querido conferir a esta obra un carácter exhaustivo. Trata de la Iglesia y de su carácter "conciliar," de la comunión de los santos, de los sacramentos, del sentido del culto litúrgico de forma breve. Cuando me refiero de vez en cuando a otras confesiones cristianas, no intento ninguna comparación sistemática. Mi única preocupación consiste en presentar, de manera positiva, la fe que me hace vivir como ortodoxo.
Deseando hacer oír la voz de otros testigos que tienen más peso que yo, he incluido numerosas citas, sobre todo al principio y al final de los capítulos. Estos pasajes provienen en su mayor parte de manuales de oración ortodoxa de los que nos servimos todos los días o de los Padres, cuyos escritos se remontan a los ocho primeros siglos de la historia del cristianismo aunque a veces son más recientes. ¿Por qué no podría, en nuestros días, un autor ser llamado también "Padre"? Estas citas son las "palabras" que me han ayudado más personalmente, los jalones de mis propias exploraciones a lo largo del camino. Hay muchos otros autores cuyos nombres no cito y de los cuales he bebido igualmente.
"Salvador nuestro, tú que caminaste hasta Emaús en compañía de Lucas y de Cleofás, acompaña a tus servidores que se preparan para partir y guárdalos de todo mal" (Oración antes de comenzar un viaje).
Archimandrita Kallistos
Un Dios Incomprensible.
"Dios no puede ser captado por el espíritu. Si pudiera ser captado, ya no sería Dios" (Evagrio Póntico).
"Un día, unos hermanos fueron a entrevistarse con el abba Antonio; entre ellos estaba el abba José. Deseoso de ponerlos a prueba, el anciano citó un texto de la Escritura y les preguntó, empezando por el más joven, cuál era su significado. Cada uno lo explicó lo mejor que pudo, pero a cada uno el anciano le replicó: "Todavía no has encontrado la respuesta." Se volvió, finalmente, al abba José y le preguntó: "¿Y tú qué piensas que quiere decir este viejo texto?" Él le respondió: "No lo sé." Entonces el abba Antonio dijo: "Verdaderamente el abba José ha encontrado el camino puesto que ha dicho: No lo sé" (Apotegmas de los Padres del Desierto).
Alteridad y proximidad del Eterno.
¿Quién es Dios?
Quien empieza el camino espiritual se da cuenta a medida que avanza, del contraste impresionante entre la alteridad y la proximidad del Eterno. Empieza por darse cuenta de que Dios es misterio. Dios: "Totalmente Otro." Invisible. Inconcebible. Radicalmente trascendente. Más allá de las palabras. Más allá de toda comprensión. Podemos estar seguros de que el recién nacido conoce tanto sobre este mundo y lo que sucede en él como nuestros sabios conocen los caminos de Dios, esos caminos a los que están sometidos los cielos y la tierra, el tiempo y la eternidad. Los Padres de la Iglesia insisten: "Un Dios comprensible no es Dios," un Dios al que pretendiéramos conocer a fondo, a través de los recursos de nuestra inteligencia, resultaría ser un ídolo hecho a nuestra propia imagen. Semejante "Dios" no es en absoluto el Dios vivo y verdadero de la Biblia y de la Iglesia. El hombre está hecho a imagen de Dios, pero lo contrario no es cierto.
Este Dios de misterio está, sin embargo, cerca de nosotros. Con una cercanía única. Lo llena todo. Está presente en todas partes. Alrededor de nosotros. En nosotros. Está presente. No es una atmósfera que nos rodea. No es una fuerza sin nombre. Está presente. Personalmente presente. Pero este Dios que está infinitamente más allá de nuestra comprensión se nos revela como persona.
Nos llama por nuestro nombre y nosotros le respondemos. Entre nosotros y este Dios trascendente se establece una relación de amor de la misma naturaleza que la que nos une a aquéllos que nos son queridos. Conocemos a nuestros hermanos por el amor que nos tenemos. Así sucede con Dios. Como dice Nicolás Cabasilas, Dios, nuestro rey, es
"más solícito que ningún amigo,
más justo que ningún soberano,
más amante que ningún padre,
más parte de nosotros que nuestros propios miembros,
más vital para nosotros que nuestro propio corazón."
Estos son los dos "polos" de la experiencia que el hombre tiene de lo divino. Dios está, a la vez, más lejano y más próximo que todo lo demás. Por paradójico que parezca, estos dos polos no se anulan sino que cuanto más atraídos nos sentimos por uno de ellos, más tomamos plenamente conciencia del otro. Cuanto más se avanza en el camino espiritual, más nos parece Dios más íntimo y más alejado. Cuanto más lo conocemos, más desconocido nos parece. Dios es bien conocido por el niño pequeño y totalmente desconocido por el más brillante de los teólogos.
Dios ha establecido su morada en "una luz inaccesible"; sin embargo, el hombre se siente en su presencia, lleno de una amante confianza. Incluso se dirige a él como a su padre. Dios es el fin. Dios es el comienzo. Dios es el amigo que nos acoge al término del viaje. Dios es nuestro compañero de camino. "Es el albergue en el que pasamos la noche y el término del viaje" (Nicolás Cabasilas).
Misterio y persona, dos aspectos que vamos a desarrollar.
Un Dios que es misterio.
Si no partimos con un sentimiento de admiración y de asombro — con el sentido de lo numinoso —, sólo avanzaremos lentamente por el camino espiritual.
Los Padres Griegos comparan el encuentro del hombre con Dios con la experiencia del que va por la montaña en medio de la niebla. Avanza a tientas y se encuentra, de repente, al borde de un precipicio. A sus pies, el abismo. Los Padres Griegos toman también el ejemplo del hombre que está de noche en una habitación oscura; abre la puerta y en el mismo momento en que mira hacia afuera, un relámpago atraviesa el cielo. Cegado, se tambalea. Encontrarse ante el misterio vivo de Dios produce en nosotros el mismo efecto: nos quedamos aturdidos. El suelo parece desaparecer a nuestros pies y no sabemos a dónde agarrarnos. Nuestros ojos "interiores" quedan cegados y todo lo que teníamos por seguro y sólido, vacila.
Los Padres eligen como símbolos del camino espiritual a los dos principales personajes del Antiguo Testamento: Abraham y Moisés. Abraham vive en su morada ancestral del país de Ur, en Caldea, cuando Dios le ordena: "Deja tu país, tu parentela y la casa de tu padre por el país que yo te indicaré" (Gn 12:1). Él acoge la llamada divina, se desarraiga, deja un entorno familiar y se aventura hacia lo desconocido, sin saber demasiado a dónde va. Simplemente ha recibido una orden: "Deja..." y, gracias a su fe, obedece. Moisés tiene tres visiones sucesivas de Dios; primero, lo ve en la zarza ardiente (Ex 3:2). Después, Dios se le revela a través de una luz mezclada con oscuridad: es la "columna de fuego y de nube" que acompañará al pueblo de Israel en el desierto (Ex 13:21). Finalmente, se produce el encuentro con Dios a través de una "no-visión": habla con él en la "nube oscura," en la cima del Sinaí (Ex 20:21).
Abraham se pone en camino. Deja una morada familiar por un país desconocido. Moisés avanza de la luz a las tinieblas. Sucede lo mismo con quien se compromete en los senderos del camino espiritual. Vamos de lo conocido a lo desconocido, de la luz a las tinieblas. No pasamos solamente de las tinieblas de la ignorancia a la luz del conocimiento, sino de la luz del conocimiento parcial hacia un conocimiento más grande y tan profundo que puede definirse como las "tinieblas de la ignorancia." Como Sócrates, empezamos a darnos cuenta de que comprendemos muy poco. Descubrimos que el papel del cristianismo no consiste en proporcionar respuestas a nuestras preguntas, sino en hacernos tomar conciencia progresiva del misterio. Dios no es tanto el objeto de nuestro conocimiento como la causa de nuestro asombro. A propósito del primer versículo del Salmo 8: "Señor Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" san Gregorio de Nisa declara: "No conocemos el nombre de Dios; nos asombramos en el nombre de Dios."
Si reconocemos que Dios es infinitamente más grande que todo lo que se puede decir o pensar sobre él, se hace necesario referirnos a él no ya a través de declaraciones directas, sino a través de representaciones, de imágenes. Nuestra teología es, en gran parte, simbólica, pero la trascendencia y "la alteridad" de Dios están más allá de los símbolos. Para poner de manifiesto este mysterium tremendum (misterio que hace temblar), necesitamos recurrir tanto a declaraciones negativas como afirmativas, necesitamos decir lo que Dios no es, más que lo que es. Sin la posibilidad de servirnos de la negación, de lo que se llama la aproximación apofática, nuestros presupuestos sobre Dios pueden ser totalmente erroneos. Todo lo que afirmamos de Dios, por exacto que pueda ser, está muy lejos de la verdad. Si decimos que es bueno o justo, debemos apresurarnos a añadir que su bondad y su justicia no pueden definirse de acuerdo con nuestras medidas humanas. Si decimos que existe, debemos añadir inmediatamente, que no es un objeto que existe entre otros; que en su caso la palabra "existe" reviste un sentido totalmente único. Así, la vía de la afirmación queda equilibrada por la vía de la negación. Ninguna palabra puede contener la plenitud de este Dios de total trascendencia.
Por eso, el camino espiritual resulta ser un camino de arrepentimiento en el sentido radical de la palabra. Metanoia, palabra griega traducida por "arrepentimiento," significa literalmente "cambio de espíritu." Para aproximarnos a Dios, necesitamos cambiar de espíritu, desembarazarnos de nuestra forma habitual de pensar. Debemos convertir, no solamente nuestra voluntad, sino también nuestra inteligencia. Necesitamos invertir nuestra perspectiva interior, mantener la pirámide sobre su punta.
Esta "nube oscura" en la que penetramos siguiendo a Moisés aparece con una resplandeciente oscuridad. Los senderos apofáticos de "la ignorancia" no nos llevan a un vacío sino a la plenitud. Nuestras negaciones son en realidad superafirmaciones. Aparentemente destructiva, la aproximación apofática es, a fin de cuentas, afirmativa porque hace que todo nuestro ser tienda hacia una experiencia inmediata del Dios vivo, más allá de todas las declaraciones positivas o negativas, de las palabras y del pensamiento.
Esto queda sobreentendido en la palabra "misterio." Tomada en su sentido propio y religioso, "misterio" significa no solamente lo que está escondido, sino lo que es desvelado. La palabra griega mysíerion es de la familia del verbo myein, que quiere decir "cerrar los ojos o la boca." En los ritos de iniciación de ciertas religiones mistéricas paganas, se le colocaba una cinta en los ojos al candidato antes de conducirlo a través de un laberinto; después, de repente, se le retiraba la cinta y veía desplegados ante él, los emblemas secretos del culto. Es así como, en el contexto cristiano, entendemos por "misterio" no solo lo "sorprendente" o "misterioso," el enigma o el problema insoluble. Un misterio es, por el contrario, algo revelado a nuestro entendimiento, pero que jamás comprendemos plenamente, porque nos conduce a la profundidad o a la oscuridad de Dios. Los ojos están cerrados, pero también están abiertos.
Por ello, al hablar de Dios como misterio, llegamos a nuestro segundo "polo." Dios está escondido pero de igual modo, nos es revelado. Un Dios revelado como persona, un Dios revelado como amor.
La fe en el Dios personal.
En el Credo, no decimos "creo que hay un Dios," sino "creo en un solo Dios." Entre creer que y creer en existe una enorme diferencia. Yo puedo creer que alguien o alguna cosa existe y ello no tendrá ningún efecto sobre mi vida. Puedo hojear la lista telefónica de cualquier ciudad y creer que algunas (o incluso la mayor parte) de estas personas existen. Sin embargo, no conozco a ninguna en particular y puede que ni siquiera haya estado en ese lugar. Por el contrario, si le digo a un amigo "creo en" ti, voy mucho más lejos que el simple hecho de reconocer que esta persona existe. "Creo en ti," me vuelvo hacia ti. Cuento contigo. Pongo mi confianza en ti. Espero en ti; esto es lo que le decimos a Dios en el Credo.
La fe en Dios no tiene nada que ver con la certeza lógica que supone la geometría euclidiana. Dios no es la conclusión de un proceso de razonamiento. Tampoco es la solución de un problema de matemáticas. Creer en Dios no quiere decir que aceptemos la responsabilidad de su existencia porque ésta nos haya sido "probada" por algún argumento teórico. Creer en Dios es poner nuestra confianza en alguien que conocemos y que amamos. Tener fe no es suponer que algo es cierto. Tener fe es tener la certeza de que alguien está ahí presente.
La fe no es una certeza lógica. Es una relación personal, en el estado rudimentario latente en cada uno de nosotros. Tiene necesidad de crecer continuamente. Puede coexistir con la duda, porque fe y duda no se excluyen. Por la gracia de Dios, algunos mantendrán toda su vida su fe de niño, que les permitirá aceptar todo lo que se les enseña. Sin embargo, en el momento actual, esta actitud es impensable. Sepamos hacer nuestro este grito: "Señor, yo creo. ¡Ven en ayuda de mi falta de fe!" (Mc 9:24), que se convertirá para muchos de nosotros en nuestra oración constante hasta las puertas de la muerte. Sin embargo, duda no quiere decir falta de fe. Dudar puede querer decir, incluso, lo contrario: que nuestra fe está muy viva, que está creciendo. La fe no es sinónimo de contentamente fácil; tener fe es asumir riesgos, no cerrarnos a lo desconocido, sino afrontarlo resueltamente. Cualquier cristiano ortodoxo puede hacer suyas estas palabras del obispo J. A. T. Robinson: "El acto de fe es un diálogo constante con la duda." Como dice Thomas Merton: "La fe es una fuente de preguntas y combates, antes de convertirse en una fuente de certeza y de paz."
La fe se transforma, entonces, en una relación personal con Dios. Una relación incompleta, vacilante, pero real. La fe es conocer a Dios no como una teoría ni como un principio abstracto, sino como persona. Conocer a una persona es algo muy distinto de conocer solamente algunos hechos que le conciernen. Conocer a una persona es, esencialmente, amarla. Sin amor mutuo, no se podría tomar realmente conciencia del otro. No conocemos verdaderamente a los que detestamos. He aquí, por lo tanto, dos formas menos imperfectas de hablar de este Dios que sobrepasa nuestro entendimiento: es personal, nos ama. Dos formas de decir la misma cosa. Por medio del amor accedemos al misterio de Dios. "Puede muy bien ser amado, pero no puede ser pensado. Por medio del amor se le puede captar y retener, pero nunca por el pensamiento," leemos en La nube del no-saber.
Para ilustrar un poco este amor personal entre el creyente y el objeto de su fe, elegiremos tres ejemplos, "iconos del verbo." El primero está tomado del relato del martirio de san Policarpo. Se remonta al siglo II. Los soldados romanos detienen al viejo obispo y lo conducen a lo que él sabe que va a ser su muerte:
"Al enterarse de que los policías estaban allí, bajó y conversó con ellos; ellos estaban asombrados de su edad y de su calma y de las molestias que se tomaban para detener a un hombre tan viejo. En seguida hizo que les sirvieran de comer y de beber todo lo que quisieran; les pidió que le concedieran una hora para rezar a su gusto. Se la concedieron y se puso a orar de pie, lleno de la gracia de Dios, hasta el punto de que, durante dos horas, no pudo dejar de hablar y los que lo oían estaban asombrados. Muchos se arrepintieron de haber venido a detener a un anciano tan santo. En su oración, recordaba a todos, pequeños o mayores, ilustres u oscuros, y a toda la Iglesia católica extendida por toda la tierra."
Su amor por Dios y por la humanidad en Dios es tan ardiente que en ese momento crucial solamente piensa en los otros y no en el peligro que él corre.
"El procónsul insistía y decía: "¡Jura y te dejaré ir, maldice al Cristo!" Policarpo respondió: "Hace ochenta y seis años que lo sirvo y no me ha hecho ningún mal. ¿Cómo podría blasfemar de mi Rey que me ha salvado?"
El segundo ejemplo es el de san Simeón el Nuevo Teólogo, del siglo XI. Este asunto nos describe cómo Cristo se le revela en una visión de luz:
"Tú has resplandecido y te has dejado ver por mí que te veía claramente; como yo decía: "Maestro, ¿quién puedes ser?" entonces me juzgaste digno, a mí, al pródigo, de oír tu voz. Con qué dulzura me interpelaste, mientras yo estaba asustado, temblaba e intentaba razonar diciéndome: "¿Qué puede querer de mí esta gloria y la grandeza de este brillo? ¿Cómo he sido encontrado digno de tales bienes?" Yo soy, dices tú, el Señor que por ti se ha hecho hombre. Y porque me has buscado con toda tu alma a partir de ahora, tú serás mi hermano, mi coheredero y mi amigo."
Finalmente, citaremos la oración de un obispo ruso del siglo XVII, san Dimitri de Rostov:
"Ven, Luz mía, e ilumina mis tinieblas.
Ven, Vida mía, y hazme renacer de la muerte.
Ven, Médico mío, y cura mis heridas.
Ven, Llama del amor divino, y quema las espinas de mis pecados,
abrasando mi corazón con el fuego de tu amor.
Ven, Rey mío, quédate y reina sobre el trono de mi corazón,
pues sólo tú eres mi Rey y mi Señor."
Tres puntos de referencia.
Dios es aquél a quien amamos. Es nuestro padre. No tenemos necesidad de probar la existencia de nuestro padre. "Dios, escribe Olivier Clément, no es una evidencia exterior, sino la llamada secreta en cada uno de nosotros." Si creemos en Dios es porque lo conocemos directamente a través de nuestra propia experiencia y no a base de pruebas lógicas. Conviene, sin embargo, establecer aquí la diferencia entre "experiencia" y "experiencias." La experiencia directa puede existir sin que vaya, por ello, acompañada de experiencias específicas. Muchos han creído en Dios a causa de una voz o de una visión, como san Pablo en el camino de Damasco (Hch 9:1-9). Muchos otros, sin embargo, nunca han pasado por esta experiencia, pero no obstante, pueden afirmar que hay en su vida como un todo, una experiencia plena de Dios, una convicción que vibra en un registro más fundamental que todas sus dudas. San Agustín, Pascal o Wesley podían precisar el lugar o el momento de esta experiencia, pero eran incapaces de hacerlo. No obstante, se atrevían a declarar con confianza: "Conozco a Dios personalmente." He aquí, pues, la "evidencia" fundamental de la existencia de Dios: una llamada a la experiencia directa (pero no necesariamente a experiencias). No se puede hablar de demostración lógica de la realidad divina, aunque hay ciertos "signos." En el mundo que nos rodea, lo mismo que en nosotros, existen hechos que reclaman una explicación, aunque continúan siendo inexplicables, si no nos comprometemos a creer en un Dios personal. Tres de estos "signos" merecen ser mencionados.
En primer lugar está el mundo que nos rodea. ¿Qué vemos? Un mundo en desorden, una aparente mescolanza, una desesperación trágica y sufrimientos que, a primera vista, no sirven para nada. ¿Esto es todo? Naturalmente que no. Existe el "problema del mal," sí, pero también el "problema del bien." Miremos a nuestro alrededor y veremos que no sólo existe confusión, sino también belleza. En el copo de nieve, en la hoja, en el insecto, descubrimos modelos de una estructura tan delicada, de una armonía tal, que el talento humano nunca podría pretender crear. Sin caer en sentimentalismos no podemos, sin embargo, ignorarlos. ¿Cómo y por qué aparecen estos modelos? Si tomo un juego de cartas totalmente nuevo con los cuatro colores colocados por orden y empiezo a barajar, cuanto más lo haga, más desaparecerá el modelo inicial, sustituido por una yuxtaposición sin sentido alguno. Pero, en el caso del universo, lo que ha sucedido es lo contrario. A partir del caos inicial, han emergido modelos cada vez más complicados, cada vez más impregnados de sentido; entre todos estos, el más complicado, el más lleno de sentido es el propio hombre. ¿Por qué sucederá en el universo lo opuesto a lo que ocurre con las cartas? ¿Qué o quién es responsable de este orden y de este plan cósmico? La causa subyace a estas preguntas. ¿No es la propia razón la que me incita a buscar una explicación, a partir de que creo discernir cierto orden o cierto sentido?
"El trigo estaba al Oriente, el trigo inmortal, que jamás debía ser segado o sembrado. Yo había creído que estaba allí desde siempre, para siempre. El polvo y las piedras de la calle eran tan preciosos como el oro... Cuando divisaba a través de los pórticos los verdes árboles, me sentía transportado de júbilo, encantado: su dulzura, su rara belleza hacían vibrar mi corazón, me volvían loco de éxtasis. ¡Qué extrañas y maravillosas eran estas cosas!"
La belleza del mundo, tal como la concibe el joven Thomas Traherne, se aproxima mucho a algunos textos ortodoxos. Dejemos hablar a Vladímir Monómaco, príncipe de Kíev:
"Señor,
Veo cómo tu providencia ha fijado el cielo, el sol, la luna, las estrellas, la oscuridad, la luz y la tierra que se extiende sobre las aguas.
Veo cómo tu mano ha aparejado a los diversos animales, los pájaros, los peces.
Veo la maravilla que es el hombre al que creaste del polvo.
Tan variado es el rostro humano que podrías reunir a todos los hombres del mundo
y ninguno tendría el mismo aspecto, pues cada uno, según Tu sabiduría,
Señor, tiene el suyo propio.
¡Qué maravilla que las aves del cielo salgan de su paraíso! ¡Qué maravilla que fuertes o débiles, vayan hacia todos los países, hacia todos los bosques, hacia todos los campos..., hacia donde tú los envías!"
Esta coexistencia en el mundo de sentido y confusión, de coherencia, de belleza, pero también de futilidad, proporciona uno de los signos que jalonan nuestra marcha hacia Dios.
El segundo signo somos nosotros mismos. ¿Por qué, fuera de mi búsqueda de placer y de mi aversión hacia el sufrimiento, experimento un sentimiento de deber y de obligación moral, el sentido de lo que está bien o de lo que está mal? ¿Por qué tengo conciencia? Esta conciencia no me dice, simplemente, que obedezca unas reglas que me han enseñado otros: es personal. Y, lo que es más, ¿por qué yo, que estoy colocado en el tiempo y en el espacio, siento lo que Nicolás Cabasilas llama la sed infinita o la sed de lo infinito? ¿Quién soy? ¿Qué soy?
La respuesta a estas preguntas está lejos de ser evidente. El ser humano es inconmensurable. Apenas conocemos nuestro ser verdadero, nuestro yo profundo. Gracias a nuestra facultad de percepción, exterior e interior, a nuestra memoria, al poder de nuestro inconsciente, nos representamos el espacio, pero nos estiramos hacia los confines del pasado o del futuro para alcanzar el más allá del espacio y del tiempo, la eternidad. Se dice en las homilías de san Macario:
"En nuestro corazón, hay profundidades insondables que son como un vasito; sin embargo, se ven en él dragones, leones, criaturas venenosas y los tesoros del mal. Se ven allí senderos escarpados y ásperos y abismos abiertos. Dios está allí también. Están los ángeles, está la vida y el Reino, está la luz, los apóstoles, las ciudades celestes y los tesoros de la gracia: todas las cosas están allí presentes."
Así, cada uno de nosotros lleva en su corazón un segundo "signo." ¿Por qué tengo yo conciencia? ¿Cómo explicar mi sentido del infinito? Hay en mí algo que me fuerza siempre a mirar más allá de mis límites, una fuente de admiración, de constante trascendencia de mi yo.
El tercer signo es mi relación con los otros seres humanos. Todos hemos conocido, aunque no sea más que una o dos veces en el curso de nuestras vidas, esos instantes en los que, de repente, hemos visto abrirse al otro, en toda su profundidad, en toda su verdad. Entonces, hemos tenido la experiencia de su vida interior como si se hubiera convertido en la nuestra. Este encuentro con el otro, tal como es de verdad, es también un contacto con lo trascendente, con lo intemporal. Un encuentro con una realidad más fuerte que la muerte. Decir a otro con todo nuestro corazón: "te amo" es decirle: "tú no morirás nunca." En esos momentos de intercambio personal, comprobamos, no por medio de argumentos sino por convicción personal, que existe otra vida después de la muerte. Así, en nuestras relaciones con los demás como en nuestra propia experiencia, conocemos momentos de trascendencia orientados hacia alguna cosa que nos espera más allá. ¿Cómo podemos ser fieles a estos momentos? ¿Cómo podemos comprenderlos?
Estos tres signos: en el mundo que nos rodea; en nuestro mundo interior y en nuestras relaciones interpersonales, facilitarán nuestra aproximación. Juntos nos conducirán al umbral de la fe en Dios. Ninguno es en sí mismo, una prueba lógica. ¿Cuál es, entonces, la alternativa? ¿Necesitamos decir que el aparente orden del universo no es más que un simple azar? ¿Que la conciencia no es más que el simple resultado del acondicionamiento social? ¿Que, cuando ya no exista vida en este planeta, todo lo que la humanidad haya experimentado, todas nuestras potencialidades, serán olvidadas como si nunca hubieran existido? Semejante respuesta me parece, no solamente insatisfactoria e inhumana, sino también perfectamente absurda.
Es fundamental para mi carácter de ser humano querer buscar en todas partes explicaciones que tengan un sentido. Hago esto con las pequeñas cosas de mi vida, ¿por qué no lo iba a hacer con lo más importante? Creer en Dios me ayuda a comprender por qué el mundo ha de ser como es, con lo que tiene de hermoso y de menos hermoso. Por qué debo ser lo que soy, con mi generosidad y mi pobreza. Por qué necesito amar a los otros y reconocer su valor eterno. Sin mi fe en Dios, no puedo concebir ninguna explicación válida. Mi fe en Dios me permite dar un sentido a las cosas, percibirías como un todo coherente. En esto, es insustituible. Mi fe me permite encontrarles y elegir un sentido.
Manifestaciones.
Para indicar los dos polos de la relación de Dios con nosotros — desconocido pero conocido; escondido pero revelado —, la tradición ortodoxa establece una distinción entre la esencia, la naturaleza o el ser íntimo de Dios, y sus energías, operaciones o las manifestaciones de su poder. "Está por su esencia fuera de todo, pero está en todo por su poder" (San Antonio).
"Conocemos la esencia a través de la energía," afirma san Basilio, "nadie ha visto nunca la esencia de Dios, pero creemos en la esencia porque conocemos la energía." Por la esencia de Dios, entendemos su alteridad; por las energías, su proximidad. Siendo Dios un misterio que está más allá de nuestra comprensión, jamás conoceremos ni su esencia, ni su ser profundo, tanto en esta vida, como en el mundo futuro. Si conociéramos la esencia divina, sería evidente que conoceríamos a Dios como él se conoce a sí mismo, lo cual es imposible, puesto que es Creador y nosotros hemos sido creados. Si la esencia profunda de Dios sigue estando más allá de nuestra comprensión, sus energías, su gracia, su vida y su poder llenan todo el universo y nos son directamente accesibles.
Por "esencia" entendemos la trascendencia radical de Dios; por "energías," su inmanencia, su omnipresencia. Cuando los ortodoxos hablan de las energías divinas, no designan con este término una "emanación" de Dios, un "intermediario" entre Dios y el hombre, ni tampoco una "cosa" o un "don" que Dios les concede. Por el contrario, las energías son Dios mismo, Dios en su actividad, en su propia manera de manifestarse. Quien conoce las energías divinas, quien participa en ellas, conoce al propio Dios y participa, verdaderamente, en Dios mismo, tal y como un ser creado puede hacerlo. Recordemos, sin embargo, que Dios es Dios y que nosotros somos hombres y que, si él puede poseernos, nosotros no podemos poseerlo a él.
Si es erróneo ver en las energías una "cosa" que nos es concedida por Dios, es igualmente erróneo considerar que constituyen una "parte" de Dios. La Trinidad es simple, indivisible. No tiene partes. La esencia es Dios, Dios en su integridad, tal como es en sí mismo. Las energías son Dios en su integridad, tal como es en la acción. Dios en su integridad está completamente presente en cada una de sus energías. Establecer la distinción entre la esencia y las energías es reconocer que Dios en su integridad, es inaccesible, pero también que Dios en su integridad, se ha hecho accesible para el hombre, rodeándolo con su amor.
Por esta distinción entre la esencia y las energías divinas, podemos afirmar la posibilidad de una unión mística o directa entre el hombre y Dios (lo que los griegos llamaban la teosis, su "deificación"), pero, al mismo tiempo, excluimos toda identificación panteísta entre los dos ya que el hombre participa de las energías de Dios y no de su esencia. Hay unión, pero no hay fusión o confusión. Aunque "hecho uno" con lo divino, el hombre continúa siendo humano. No es absorbido, no es aniquilado. Entre Dios y él existe siempre una relación de persona a persona: "yo-tú."
Así es pues nuestro Dios: incognoscible en su esencia y conocido en sus energías. Un Dios más allá y por encima de todo lo que podamos pensar o expresar y, no obstante, un Dios más próximo a nosotros que nuestro propio corazón. Al elegir el camino apofático, derribamos los ídolos y las imágenes mentales que nos formamos de él, comprobando lo indignas que son de su suprema grandeza. Sin embargo, a través de nuestra oración y de nuestra adhesión al otro, percibimos en todo momento, sus energías, su presencia inmediata en cada ser y en cada cosa. Cada día, en todas las horas de nuestra jornada, lo tocamos. No estamos en tierra extranjera. Estamos rodeados por esta realidad con múltiples esplendores. La escala de Jacob "va desde los cielos a la cruz abrazada":
"¡Oh mundo invisible, te vemos!
¡Oh mundo intangible, te tocamos!
¡Oh mundo incognoscible, te conocemos!
¡A ti, el Inasible, te asimos!"
"Imagina una roca escarpada cortada a pico. Imagina, ahora lo que, probablemente, sentiría una persona que pusiera el pie en el borde del precipicio y, mirando al abismo no viera nada a que poder agarrarse. Creo que esto es lo que alma siente cuando pierde pie en las cosas materiales, en su búsqueda de lo que no tiene dimensiones y existe desde toda la eternidad. Pues ahí no tiene donde aferrarse, ni en el espacio, ni en el tiempo, ni en la medida, ni en ninguna otra cosa. Nuestros espíritus no pueden aproximársele. Entonces, el alma, al resbalar a fuerza de no poder aferrarse al vértigo, enloquece y vuelve, una vez más, a lo que le es inherente, satisfecha ahora, de saber simplemente eso acerca de lo Trascendente, que es totalmente diferente de las cosas que el alma conoce" (San Gregorio de Nisa).
"Alguien está en su casa de noche con todas las puertas cerradas; entreabre una ventana y un relámpago lo envuelve en su resplandor; sus ojos no pueden soportar ese brillo; en seguida se protege cerrando los párpados y se dobla sobre sí mismo. Así es el alma encerrada en las sensaciones; si se inclina hacia afuera, por la ventana de la inteligencia, queda deslumbrada por el resplandor del testimonio que está en ella, es decir del Espíritu Santo, y no puede soportar el rayo de esta luz sin velo; en seguida, queda fulminada en su inteligencia y se repliega sobre sí misma, retirándose al abrigo de las formas sensibles y humanas" (San Simeón el Nuevo Teólogo).
"El aspecto de Dios es inefable e inexpresable, y no puede ser visto con los ojos carnales. Su gloria lo hace ilimitado, su grandeza no tiene término, su altura está por encima de toda idea, su fuerza es inconmensurable, su sabiduría no tiene equivalente, su bondad es inimitable, su beneficencia es indecible.
Lo mismo que el alma no se ve — invisible como es para todos los hombres —, pero que los movimientos del cuerpo la hacen imaginar, así Dios no puede ser percibido por ojos humanos, pero su providencia y sus obras lo hacen ver e imaginar" (Teófilo de Antioquía).
"Nosotros no conocemos a Dios en su esencia. Lo conocemos más bien, por la magnificencia de la creación y la acción de su providencia que nos presenta, como en un espejo, el reflejo de su bondad, de su sabiduría y de su poder infinitos" (San Máximo Confesor).
"La cosa más importante que pasa entre Dios y el alma humana es amar y ser amado" (Kalistos Katafigiotis).
"El amor de Dios es extático y nos hace salir de nosotros mismos; no deja que quien lo ama se pertenezca, pues pertenece al bien amado" (San Dionisio Areopagita).
"Sé que desciende el que está inmóvil.
Sé que se me aparece el que sigue siendo invisible.
Él que está separado de la creación me toma dentro de sí y me esconde en sus
brazos y, desde ese momento, me encuentro más allá del mundo entero.
Pero a la vez, yo mortal, yo tan pequeño en este mundo, contemplo
en mí mismo al creador del mundo y sé que no moriré porque estoy
dentro de la vida, y tengo la vida que brota dentro de mí.
Él está en mi corazón y continúa estando en el cielo. Aquí y allí se
me muestra igualmente deslumbrante" (San Simeón el Nuevo Teólogo).
Un Dios Que es Trinidad.
"Tú, Padre, eres mi esperanza,
tú, Hijo, eres mi refugio,
tú, Espíritu Santo, eres mi protección,
Santa Trinidad, gloria a ti." (Oración de San loanikios Extracto del Triduo de Cuaresma).
Un poco de amor puro.
Al principio del credo afirmamos: "Creo en un solo Dios" y enseguida continuamos diciendo: Creo en un solo Dios que es, al mismo tiempo, tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Hay en Dios una auténtica diversidad al mismo tiempo que una verdadera unidad. El Dios cristiano no es simplemente una unidad, sino una unión; no es simplemente una unidad, sino una comunidad. Hay en Dios algo análogo a una "sociedad." Dios no es una sola persona que se ama a sí misma ni una mónada que se basta a sí misma. Tampoco es el "Solo y único." Dios es una Tri-Unidad: tres Personas iguales que permanecen cada una en las otras dos, en virtud de una eterna corriente de mutuo amor. Amo ergo sum. Amo luego existo. El título del poema de Kathleen Raine podría servir de divisa para nuestro Dios-Trinidad-Santa. Lo que otro poeta ha dicho con respecto al amor humano entre dos seres se aplica también a este amor divino que une a las tres Personas eternas:
"Así se amaron, con amor partido,
pero de una sola esencia;
dos seres distintos,
sin división alguna
de número, su amor triunfó."
El objeto del camino espiritual es que tomemos parte en esta co-inherencia, o pericoresis trinitaria, dejándonos integrar en el círculo de amor que existe en Dios. Es lo que Cristo pedía a su Padre la víspera de la crucifixión: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos estén también en nosotros" (Jn 17:21).
¿Por qué creemos que Dios es tres Personas? ¿No es más fácil creer, simplemente, en la unidad divina, como lo hacen los judíos o los musulmanes? Ciertamente, pero la doctrina de la Trinidad está ante nosotros como un desafío, como una cruz, cruz, en el sentido literal: "Una cruz para nuestra forma humana de pensar," escribía Vladímir Loski. Exige de nosotros un acto radical de metanoia y no un simple gesto de asentimiento formal: un verdadero cambio en nuestro espíritu y en nuestro corazón.
¿Por qué, entonces, creer en Dios como Trinidad? En el capítulo precedente, hemos mostrado que las dos formas más seguras de penetrar en el misterio divino son reconocer que Dios es personal y que Dios es amor. Estas dos nociones implican reparto y reciprocidad. No confundamos "persona" con "individuo." Manteniéndose aislado, sin preocuparse más que de sí mismo, ninguno de nosotros es una persona auténtica, sino solamente un individuo. El egocentrismo es la muerte de la verdadera persona. Cada uno de nosotros se convierte en una persona real al entrar en relación con otras, al vivir para ellas o por ellas. Con razón se ha dicho que no puede existir ser humano hasta que, por lo menos, dos o tres personas entran en comunicación. Lo mismo se puede decir con respecto al amor: no puede existir en el aislamiento; presupone al otro. El egoísmo es la negación del amor. Charles Williams nos muestra su efecto devastador en su novela El descenso a los infiernos: el amor exclusivo es el infierno. Llevado al límite es el fin de toda alegría y de todo lo que da sentido a nuestras vidas. El infierno no son los otros, el infierno soy yo, que me segrego de los otros, que me repliego sobre mí mismo.
Dios es aún mucho mejor que lo mejor que conocemos de nosotros mismos. Si el elemento más precioso de nuestra vida humana es la relación "yo-tú," ¿por qué no aplicar esta relación, en un cierto sentido, al ser eterno de Dios? Precisamente éste es el mensaje de la doctrina de la Santa Trinidad. En el corazón mismo de la vida divina, de total eternidad, Dios se conoce como "yo y tú," de una triple manera y se regocija de ello continuamente. Todo lo que es inherente a nuestro entendimiento limitado de persona humana y de amor humano, podemos aplicarlo a nuestro Dios Trinidad, sabiendo perfectamente que en Él significa infinitamente más de lo que nosotros podremos imaginar jamás.
Persona y amor: vida, movimiento, descubrimiento. La doctrina de la Trinidad nos recuerda que haríamos mejor en pensar en Dios en términos dinámicos que estáticos. Dios no es inmovilidad, reposo, perfección inmutable. Para pensar en este Dios trinitario, deberíamos recurrir al viento, al agua que corre o a la llama que danza. Una de las analogías favoritas de que nos servimos para evocar a la Trinidad ha sido siempre la de tres antorchas que no forman más que una sola llama. Los Apotegmas de los Padres del Desierto cuentan que un hermano fue un día a hablar con el abba José de Panefo. "Padre, dijo el visitante, observo una regla muy modesta de oración, ayuno, lectura y silencio, según mis fuerzas, e intento permanecer puro en mis pensamientos. ¿Qué otra cosa puedo hacer?" A modo de respuesta, el abba José se levantó, tendió sus manos hacia el cielo y sus dedos se convirtieron como en diez antorchas inflamadas. El anciano dijo: "Si quieres, puedes convertirte en llama." Si esta imagen de la llama viva nos ayuda a comprender la naturaleza del hombre en su apogeo, ¿no puede aplicarse de igual modo a Dios? Las tres Personas de la Trinidad son "completamente como una llama."
El icono menos decepcionante no se encuentra en el mundo físico, sino en el corazón del hombre. La mejor analogía es aquélla con la que hemos empezado: saber amar intensamente a otra persona y saber que a cambio somos amados.
Tres personas en una sola esencia.
¿Qué quería decir Cristo cuando dijo: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10:30). Para responder a esta pregunta, miremos los dos primeros de los siete concilios ecuménicos, llamados también concilios universales: el de Nicea (325) y el primero de Constantinopla (381) y examinemos el credo que formularon. La afirmación central y decisiva es que Jesucristo es "verdadero Dios, nacido del verdadero Dios," "uno en esencia" o "consustancial" (homousios) a Dios Padre. En otros términos, Jesucristo es igual al Padre; es Dios como el Padre es Dios; sin embargo no hay dos dioses sino un solo Dios. Los Padres griegos de finales del siglo IV retomaron esta enseñanza y la aplicaron al Espíritu Santo, al que declararon verdaderamente Dios, "de una misma esencia" que el Padre y que el Hijo. Aunque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no sean más que un solo Dios, cada uno de ellos es desde toda la eternidad una Persona, un centro distinto de consciencia. Conviene, pues, definir a la Trinidad como "tres Personas en una sola esencia." Existe en Dios una unidad verdadera eterna, al igual que una diferenciación auténticamente personal: los términos "esencia," "sustancia" o "ser" (ousia) expresan esta unidad; el término Persona (hipostasis, prosopon) expresa esta diferencia. Necesitamos intentar comprender este lenguaje, a veces oscuro, ya que el dogma de la Santa Trinidad es vital para nuestra salvación.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no forman más que uno en esencia, no solamente porque los tres pertenecen al mismo grupo o a la misma categoría, sino porque forman una sola, única y específica realidad. Destaquemos, en este punto, la importante diferencia cuando decimos que las tres Personas divinas son una y cuando decimos que tres personas humanas son una. Pedro, Santiago y Juan son tres personas humanas. Pertenecen a la misma categoría: "el hombre." Por estrecha que sea su cooperación, cada uno mantiene su propia voluntad, su propia energía, cada uno obra según su propia iniciativa. En pocas palabras: son tres hombres y no un solo hombre. No ocurre lo mismo con las tres Personas de la Trinidad. Hay distinción; nunca hay separación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como afirman los santos apoyándose en el testimonio de la Sagrada Escritura, no tiene más que una sola voluntad y no tres voluntades; una sola energía y no tres energías. Ninguna de las tres Personas actúa separadamente, independientemente de las otras dos. No hay tres dioses, sino un solo dios.
Las tres Personas no obran nunca separadamente, pero hay, sin embargo, en Dios, a la vez, una auténtica diversidad y una unidad específica. A través de la experiencia que tenemos de la forma en que Dios se manifiesta en nuestra propia vida, comprobamos que las tres Personas divinas actúan siempre juntas, aun sabiendo que cada una de ellas actúa en nosotros de manera diferente. Tenemos la experiencia de Dios como tres-en-uno y creemos que esta triple diferenciación en la acción exterior de Dios debe reflejar una triple diferenciación en su vida interior. Hay que considerar la distinción entre las tres Personas como eterna. Una distinción inherente a la naturaleza de Dios que no se aplica únicamente a su actividad exterior, cuando se manifiesta al mundo. No veamos en el Padre, el Hijo y el Espíritu "modos," o "disposiciones" de la divinidad: no son máscaras con las que Dios se reviste en sus relaciones con la creación para quitárselas más tarde. Veamos en ellos, por el contrario, a tres Personas iguales y co-eternas. Un padre humano es más viejo que su hijo, pero cuando hablamos de Dios como "Padre" e "Hijo" hemos de olvidar el sentido literal de estos términos. Decimos, al hablar del "Hijo," que "jamás hubo un tiempo en el que no existiera" y se puede decir lo mismo del Espíritu.
Cada una de las tres Personas es enteramente Dios, completamente Dios. Ninguna de las tres Personas es más o menos "Dios" que las otras. A cada una de estas tres Personas corresponde, no un tercio de la divinidad, sino la divinidad en su totalidad. Resaltemos, no obstante, que cada una de las tres Personas vive y es esta Divinidad de modo bien distinto y personal. San Gregorio de Nisa insiste en esta unidad en la diversidad:
"Todo lo que es el Padre lo vemos revelado en el Hijo; todo lo que está en el Hijo está también en el Padre, pues el Hijo entero permanece en el Padre y en él permanece el Padre entero. El Hijo, que existe siempre en el Padre, no puede ser separado nunca de él y el Espíritu jamás puede ser dividido del Hijo, que, a través del Espíritu, realiza todas las cosas. Aquél que recibe al Padre, recibe al mismo tiempo al Hijo y al Espíritu. Es imposible plantearse una separación o una desunión entre ellos: no se puede pensar en el Hijo sin pensar en el Padre, ni separar al Espíritu del Hijo. Hay entre los tres un reparto y una diferenciación que están más allá de las palabras y de la comprensión. La distinción entre las Personas no obstaculiza la unicidad de su naturaleza, ni tampoco la unicidad compartida de su esencia lleva a una confusión entre las características distintivas de las Personas. No os sorprendáis de que hablemos de la Trinidad como unificada y diferenciada a la vez. Recurriendo a un juego de palabras, nos encontramos con una extraña y paradójica "diversidad en la unidad" y "unidad en la diversidad."
"Juego de palabras...." San Gregorio vuelve en muchas ocasiones sobre el aspecto paradójico de la doctrina de la Trinidad, que es, nos dice, algo que está más allá "de la palabra y del entendimiento." Dios nos la revela. Nuestra propia razón es incapaz de demostrárnosla. Podemos evocarla, pero no podemos explicarla plenamente. Nuestra razón es un don de Dios y aprendemos a servirnos de ella al máximo, aun reconociendo sus límites. La Trinidad no es una teoría filosófica; es el Dios vivo que adoramos. Llegamos, pues, a un punto en nuestra aproximación a la Trinidad en el que dialéctica y análisis deben borrarse ante la plegaria silenciosa.
"Que todo ser humano guarde silencio y permanezca el miedo y temblor" (Liturgia de Santiago).
Características personales.
La primera Persona de la Trinidad, Dios Padre, es la "fuente" de la Trinidad, su causa, el principio de origen de las otras dos. El lazo de unidad entre las tres; hay un solo Dios porque hay un solo Padre. "La unión es el Padre, de quien y hacia quien va el orden de las Personas" (San Gregorio el Teólogo). Las otras dos Personas vienen definidas cada una por relación al Padre: el Hijo es "engendrado" por el Padre, el Espíritu "procede" del Padre. En la cristiandad occidental latina, se considera generalmente que el Espíritu procede del Padre y del Hijo y la palabra filioque ("y por el Hijo") ha sido añadida al texto latino del Credo. La Iglesia Ortodoxa ve el filioque como una adición herética, insertada en el Credo sin el consentimiento de la cristiandad oriental y considera que la doctrina de la "doble procedencia," tal como es presentada comúnmente, es teológicamente errónea y espiritualmente peligrosa. Según los Padres griegos del siglo IV, a los que la Iglesia Ortodoxa continúa refiriéndose, el Padre es la fuente única, el solo fundamento de la unidad divina. Al hacer del Hijo una fuente como el Padre, o con el Padre, se hace el error de confundir las características distintivas de cada una de las tres Personas.
La segunda Persona de la Trinidad es el Hijo de Dios, su "Verbo," su Logos. Hablar de Dios como Hijo y Padre es evocar esa corriente de amor mutuo que hemos mencionado anteriormente. Es también recordar que, desde toda la eternidad, Dios mismo, en tanto que Hijo, por obediencia y por amor filial devuelve a Dios Padre la existencia que el Padre, por don de sí paterno, crea eternamente en Él. Por el Hijo y a través del Hijo nos es revelado el Padre: "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre más que por mí" (Jn 14:6). Es él quien ha venido a esta tierra, se ha hecho hombre, ha tomado carne de la Virgen María en Belén. Como Verbo o Logos de Dios, actúa incluso antes de su encarnación. Es el principio de todo orden, el fin de toda cosa. Él reúne todo en Dios y hace del universo un "cosmos," un conjunto armonioso e integrado. El Creador-Logos ha repartido a toda cosa creada su propio logos íntimo, principio interior que permite a cada cosa ser distintivamente ella misma y que la atrae y la orienta hacia Dios. A nosotros, artesanos humanos, incumbe discernir este logos presente en el corazón de cada cosa y hacerlo manifiesto. No tratemos de dominar, aprendamos a cooperar.
La tercera Persona es el Espíritu Santo, la "brisa," el "soplo" de Dios. Aun reconociendo que una clasificación totalmente neta es imposible, podemos decir que el Espíritu es Dios en nosotros, que el Hijo es Dios con nosotros y que Dios Padre está por encima y más allá de nosotros. Como el Hijo nos muestra al Padre, de igual modo el Espíritu nos muestra al Hijo y nos lo hace presente. La relación es, sin embargo, mutua. El Espíritu nos hace presente al Hijo, pero es el Hijo quien nos envía al Espíritu. (Notemos la distinción entre "la eterna procedencia" del Espíritu y su "misión temporal." El Espíritu es enviado al mundo en el tiempo por el Hijo; pero por lo que se refiere a su origen en el seno de la vida eterna de la Trinidad, el Espíritu procede solamente del Padre.)
"¡Salve, fuente del Hijo!
¡Salve, imagen del Padre!
¡Salve, morada del Hijo!
¡Salve, sello del Padre!
¡Salve, poder del Hijo!
¡Salve, belleza del Padre!
¡Salve, Espíritu purísimo,
vínculo del Hijo y del Padre!
Cristo, haz descender sobre mí
este Espíritu con el Padre.
Que sea para mi alma un rocío
y la colme de tus presentes de rey."
¿Por qué hablamos de Dios como Padre e Hijo y no como Madre e Hija? En sí misma, la divinidad no posee ni masculinidad ni feminidad. Aunque nuestras características sexuales humanas de varón o de mujer reflejen, en su aspecto más elevado y más auténtico un aspecto de la vida divina, no existe en Dios sexualidad.
Por consiguiente, cuando hablamos de Dios como "Padre," olvidamos el sentido literal de la palabra, pensamos y hablamos en símbolos.
No podemos probar por medio de argumentos válidos por qué tendría que ser así, pero continúa siendo un hecho de nuestra experiencia cristiana que Dios ha elegido ciertos símbolos y no otros. Nosotros no los hemos elegido sino que nos han sido revelados, dados. Un símbolo puede ser verificado, vivido, orado. No puede ser probado por medio de la lógica. Estos símbolos que nos son "dados," aunque no puedan ser probados, están lejos de ser arbitrarios. A semejanza de los símbolos con que nos encontramos en los mitos, en la literatura o en el arte, nuestros símbolos religiosos están enraizados en lo más profundo de nuestro ser y no pueden ser alterados sin graves consecuencias.
¿Por qué habría de ser Dios una comunión de tres Personas divinas, ni más, ni menos? Sobre esto, todavía no tenemos una prueba lógica. La trinidad de Dios nos es dada, revelada por la Escritura en la tradición apostólica y por la experiencia de los santos a lo largo de los siglos; todo lo que podemos hacer es verificarlo en nuestra vida de oración.
¿Por qué, precisamente, hay esta diferencia entre la "generación" del Hijo y la "procedencia" del Espíritu? "La generación y la procedencia siguen siendo incomprensibles," nos dice San Juan Damasceno. "Se nos ha dicho que existe una diferencia entre generación y procedencia, pero no comprendemos la naturaleza de esta diferencia." Los términos "generación" y "procedencia" son los signos convencionales de una realidad que está mucho más allá de la comprensión de nuestro cerebro razonador. "Nuestra razón es débil y nuestra lengua es aún más débil," destaca San Basilio el Grande. "Es más fácil medir el mar con una tacita que querer captar la grandeza inefable de Dios con un espíritu humano." Aunque no puedan ser plenamente explicados, estos signos pueden, como ya hemos dicho, ser verificados. A través de nuestro encuentro con Dios en la oración, sabemos que el Espíritu es diferente del Hijo, aunque las palabras no nos permitan precisar esa diferencia.
Las dos manos de Dios.
Intentemos ilustrar la doctrina de la Trinidad examinando las figuras trinitarias en la historia de la salvación y en nuestra vida de oración personal.
Las tres Personas, como ya hemos dicho antes, actúan siempre juntas. No poseen más que una sola voluntad y una sola energía. San Ireneo ve en el Hijo y el Espíritu las "manos" de Dios Padre puestas a la obra en todo acto creador y santificante. La sagrada Escritura nos proporciona numerosos ejemplos de ello:
- Creación
"Por la palabra de Yahvé han sido hechos los cielos;
por el soplo de su boca, todo su ejército" (Sal 33:6).
Dios Padre crea por su "Verbo," es decir el Logos (la segunda Persona). Crea también por medio del "soplo de su boca," es decir el Espíritu (la tercera Persona). Con sus "manos," el Padre da forma al universo. Del Logos se dice: "Todo existió por él" (Jn 1:3). Comparemos con el Credo: "Por Él todo fue hecho." Del Espíritu se dice que, en la creación, "el viento de Dios sobrevolaba las aguas" (Gn 1:2). Así, toda la creación lleva el sello de la Trinidad. - Encarnación
En el momento de la anunciación, el Padre envía al Espíritu Santo sobre la bienaventurada Virgen María que concibe al Hijo eterno de Dios (Lc 1:35). La encarnación divina es una operación trinitaria. El Espíritu es enviado por el Padre para llevar a cabo la presencia de su Hijo en el seno de la Virgen María. La encarnación es el fruto de la operación de la Trinidad, ciertamente, pero también de la libre elección de María. ¿Acaso no esperó Dios su consentimiento, expresado en estas palabras: "Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1:38)? Sin su consentimiento, María no se habría convertido en la madre de Dios. La Gracia Divina no destruye la libertad humana, sino que la afirma. - Bautismo de Cristo
En la tradición ortodoxa se considera el bautismo de Cristo como una revelación de la Trinidad. La voz del Padre, "llegada de los cielos," da testimonio del Hijo: "Este es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias." En ese mismo momento, el Espíritu Santo, bajo la forma de una paloma, desciende del Padre y se posa sobre el Hijo (Mt 3:16-17). Este es el himno que canta la Iglesia Ortodoxa el día de la Epifanía (6 de enero), fiesta del bautismo de Cristo:
"Tu bautismo en el Jordán, Señor,
nos muestra la adoración debida a la Trinidad.
La voz del Padre ha dado testimonio de ti,
te ha llamado Hijo querido,
y el Espíritu, bajo la forma de una paloma,
ha confirmado la inquebrantable verdad de esta palabra." - Transfiguración de Cristo
Entre las tres Personas encontramos la misma relación que en el bautismo de Cristo. Desde los cielos, el Padre da testimonio: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle" (Mt 17:5) y como en el bautismo, el Espíritu desciende sobre el Hijo, esta vez en la forma de una nube luminosa (Lc 9:34). Como afirmamos en uno de los himnos de esta fiesta celebrada el 6 de agosto:
"Hoy en el Tabor, en la manifestación de tu luz, Señor,
en ti, que eres la luz inmutable del Padre sin origen,
hemos visto al Padre como luz,
y como luz al Espíritu
que ilumina la creación entera." - La epiclesis eucarística
La misma figura trinitaria, evidente en la anunciación, el bautismo y la transfiguración, reaparece en el punto culminante de la eucaristía, la epiclesis o invocación del Espíritu Santo. El celebrante, dirigiéndose al Padre, dice en la Liturgia de San Juan Crisóstomo:
"Te ofrecemos de nuevo este culto razonable e incruento
y te invocamos, te rogamos y te suplicamos que
envíes tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre
los dones que te presentamos
y haz de este pan Cuerpo precioso de tu Cristo
y de lo que está en este cáliz Sangre preciosa de tu Cristo,
operando el cambio por medio de tu Espíritu Santo."
Como en la anunciación y para continuar la encarnación de Cristo en la eucaristía, el Padre hace descender al Espíritu Santo, con el fin de hacer efectiva la presencia del Hijo en los dones consagrados. Aquí, como siempre, las tres Personas de la Trinidad actúan juntas.
Orar a la Trinidad.
Volvemos a encontrar la estructura trinitaria de la epiclesis eucarística en la mayor parte de las oraciones de la Iglesia Ortodoxa. Las invocaciones con las que los ortodoxos comienzan su oración de la mañana tienen un espíritu trinitario. Estas oraciones son tan familiares y se repiten con tanta frecuencia que es fácil olvidar su verdadero carácter: la glorificación de la Santa Trinidad. Empezamos por reconocer a nuestro Dios como "tres-en-uno" al hacer la señal de la cruz: "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo."
De este modo, ponemos el naciente día bajo la protección de la Trinidad. Continuamos: "Gloría a ti, Dios nuestro, gloria a ti" de esta manera, esta jornada totalmente nueva está impregnada de un espíritu de celebración, de alegría, de reconocimiento. Viene luego una oración al Espíritu Santo: "Rey del cielo...," seguida por la invocación:
"Santo Dios,
santo fuerte,
santo inmortal,
ten piedad de nosotros."
La triple repetición de la palabra santo es un recuerdo del himno "Santo, santo, santo," cantado por los serafines en la visión de Isaías (Is 6:3) y por los cuatro vivientes en el Apocalipsis de san Juan (Ap 4:8). La palabra "santo," repetida tres veces, es por sí misma una invocación a la eterna Trinidad. La oración continúa con la frase repetida con más frecuencia en la liturgia: "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo." Vigilemos para que la familiaridad de estas palabras no engendre la desenvoltura. Cada vez que esta frase se repita, es esencial, vital, que respetemos su verdadera significación como una forma de dar gloria a la Tri-Unidad. Al Gloria, le sigue otra oración a las tres Personas:
"Santísima Trinidad, ten piedad de nosotros;
Señor, purifícanos de nuestros pecados;
Maestro, perdónanos todas nuestras iniquidades;
Santo, visítanos y cura nuestras enfermedades
en consideración a tu Nombre."
(CONTINUARÁ)