El Filioque: ¿Un tema que divide a la Iglesia?

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El Filioque: ¿Un tema que divide a la Iglesia?

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El Filioque: ¿Un tema que divide a la Iglesia?
Declaración de acuerdo de la Consulta Teológica Norteamericana Ortodoxo-Católica,
Colegio de san Paul, Washington, DC
25 de Octubre de 2003*
http://www.usccb.org/seia/elfilioque.htm

Desde 1999 hasta 2003 la “Consulta Teológica Norteamericana Ortodoxo-Católica” ha centrado su discusión sobre un tema que se ha significado durante más de doce siglos como una de las causas originarias de división entre nuestras Iglesias: nuestros modos divergentes de concebir y de hablar sobre el origen del Espíritu Santo en la vida interior del Dios trino. Aunque nuestras dos tradiciones profesan “la fe de Nicea” como la expresión normativa de nuestra comprensión de Dios y de la implicación de Dios en su creación, y toman como declaración clásica de esta fe la versión revisada del credo de Nicea asociada a la del primer concilio de Constantinopla de 381, la mayor parte de católicos y otros cristianos occidentales han utilizado, al menos desde los finales del siglo VI, una versión latina de este Credo, que añade a su confesión de que el Espíritu Santo “procede del Padre”, el término Filioque: “y del Hijo”. Para la mayoría de cristianos occidentales este término sigue siendo una parte de la formulación central de su fe, una formulación proclamada en la liturgia y usada como base de catequesis y reflexión teológica. Esto es, para los católicos y la mayor parte de los protestantes, simplemente una parte de la enseñanza ordinaria de la Iglesia, y como tal, íntegral a su comprensión del dogma de la Santísima Trinidad. Al menos desde los finales del siglo VIII, la presencia de este término en la versión occidental del Credo ha sido una fuente de escándalo para los cristianos orientales, tanto por la teología trinitaria que expresa, como porque ha sido adoptada por un creciente número de Iglesias en Occidente en la formulación canónica de un concilio admitido como ecuménico sin el correspondiente acuerdo ecuménico. Cuando la escisión medieval entre los cristianos orientales y occidentales se hizo más importante, la teología asociada al término Filioque, y los temas de la estructura y autoridad de la Iglesia suscitados con su adopción, se convirtieron en un símbolo de diferencia, un signo clásico de lo que cada lado de la Cristiandad dividida echaba en falta o encontraba erróneo en el otro.

Nuestro estudio común de esta cuestión ha implicado a nuestra Consulta en muchas investigaciones compartidas, una reflexión orante y una discusión más intensa. Esperamos que muchos de los documentos producidos por nuestros miembros durante este proceso sean publicados conjuntamente, como el contexto académico de nuestra declaración común. Un tema tan complicado como éste, tanto desde el punto de vista histórico como teológico, exige una detallada explicación, si queremos que los problemas reales se vean claramente. Evidentemente, nuestras discusiones y nuestro acuerdo común, por sí mismos, no pondrán fin a siglos de desacuerdo entre nuestras Iglesias. Esperamos, no obstante, que contribuyan al crecimiento de la comprensión y el respeto mutuos, y que en el tiempo de Dios nuestras Iglesias no encuentren ya una causa de separación en el modo en que pensamos y hablamos sobre el origen de ese Espíritu, cuyo fruto es el amor y la paz (cf. Gal 5, 22).

I. El Espíritu Santo en las Escrituras
En el Antiguo Testamento “el espíritu de Dios” o “el espíritu del Señor” es presentado menos como una persona divina que como una manifestación del poder creador de Dios –el “soplo” de Dios (ruah YHWH)- que forma el mundo como un lugar ordenado y habitable para su pueblo, y suscita individuos para guiar a su pueblo en el camino de la santidad. En los primeros versículos del Génesis, el espíritu de Dios “se mueve sobre la faz de las aguas” para poner orden en el caos (Gn 1, 2). En las narraciones históricas de Israel, es el mismo espíritu el que “se agita” en los líderes del pueblo (Jueces 13, 25; Sansón), convierte reyes y jefes militares en profetas (1 Sam 10, 9-12; 19, 18-24: Saúl y David), y capacita a los profetas para “llevar la buena nueva a los afligidos” (Is 61, 1; cf. 42, 1; 2 Re 2, 9). El Señor le dice a Moisés que él ha “llenado” a Bezalel, el artesano “con el espíritu de Dios” para que pueda modelar todos los elementos del tabernáculo según el designio de Dios (Ex 31, 3). En algunos pasajes el “espíritu santo” (Sal 51, 13) o “el espíritu bueno” (Sal 143, 10) del Señor parece significar su presencia guía en los individuos y en toda la nación, limpiando sus propios espíritus (Sal 51, 12-14) y ayudándoles a guardar sus mandamientos, pero “afligido” por su pecado (Is 63, 10). En la poderosa visión del profeta Ezequiel de la restauración de Israel a partir de la muerte por derrota y exilio, el “soplo”, volviendo a los esqueletos desecados del pueblo, se vuelve una imagen de la acción del propio soplo de Dios creando de nuevo LA nación: “Pondré mi espíritu dentro de ti, y vivirás...” (Ez 37, 14).

En los escritos del Nuevo Testamento, se habla normalmente del Espíritu Santo de Dios (pneuma Theou) de un modo más personal, y está inextricablemente vinculado a la persona y misión de Jesús. Mateo y Lucas dejan claro que María concibe a Jesús en su vientre por el poder del Espíritu Santo, que “la cubrió con su sombra” (Mt 1, 18, 20; Lc 1, 35). Los cuatro evangelios dan fe de que Juan el Bautista –que fue él mismo “lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre” (Lc 1, 15)- presenció el descenso del mismo Espíritu sobre Jesús, en una visible manifestación del poder y de la elección de Dios, cuando Jesús fue bautizado (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22; Jn 1, 33). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto a luchar con el diablo (Mt 4, 1; Lc 4, 1), lo llena con su poder profético al comienzo de su misión (Lc 4, 18-21), y se manifiesta en los exorcismos de Jesús (Mt 12, 28, 32). Juan el Bautista identificó la misión de Jesús como la de “bautizar” a sus discípulos “con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11; Lc 3, 16; cf. Jn 1, 33), profecía cumplida en el gran acontecimiento de Pentecostés (Hech 1, 5), cuando los discípulos fueron “revestidos con el poder de lo alto” (Lc 24, 49; Hech 1, 8). En la narración de Hechos, es el Espíritu Santo el que continúa uniendo a la comunidad (4, 31-32), el que hace posible que Esteban dé testimonio de Jesús con su vida (8, 55), y cuya presencia carismática entre los creyentes paganos deja claro que también ellos están llamados al bautismo en Cristo (10, 47).

En su discurso de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús habla del Espíritu Santo como el que continuará su obra en el mundo, cuando haya vuelto al Padre. Es el “Espíritu de verdad” que actuará como “otro abogado” (parakletos) para enseñar y guiar a sus discípulos (14, 16-17), recordándoles todo lo que Jesús mismo enseñó (14, 26). En esta sección del Evangelio, Jesús nos da un sentido más claro de la relación entre este “abogado”, él mismo, y su Padre. Jesús promete que lo enviará “desde el Padre”, como “el Espíritu de verdad que procede del Padre” (15, 26); y la verdad que enseña será la verdad que Jesús ha revelado en su propia persona (cf. 1, 14; 14, 6): “El me dará gloria porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros” (16, 14-15).

La Epístola a los Hebreos representa al Espíritu simplemente hablando en las Escrituras, con su propia voz (Hb 3, 7; 9, 8). En las cartas de Pablo, el Espíritu Santo de Dios es identificado como el que finalmente “ha definido” a Jesús como “Hijo de Dios con poder”, actuando como el agente de su resurrección (Rm 1, 4; 8, 11). Este es el mismo Espíritu, comunicado ahora a nosotros, que nos conforma con el Señor resucitado, dándonos esperanza de resurrección y vida (Rm 8, 11), haciéndonos también hijos y herederos de Dios (Rm 8, 14-17), y dando forma a nuestras palabras e incluso a nuestros gemidos inarticulados en una plegaria que expresa esperanza (Rm 8, 23-27). “Y la esperanza no falla porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5).

II. Consideraciones históricas
Durante los primeros siglos de la Iglesia, las tradiciones latina y griega dieron testimonio de la misma fe apostólica, pero difirieron en sus modos de describir la relación entre las personas de la Trinidad. La diferencia generalmente reflejaba los diferentes desafíos pastorales a los que hacía frente la Iglesia en Occidente y en Oriente. El Credo Niceno (325) dio testimonio de la fe de la Iglesia que se articuló frente a la herejía de Arrio, que negaba la plena divinidad de Cristo. En los años siguientes al concilio de Nicea, la Iglesia siguió siendo combatida por puntos de vista que cuestionaban tanto la plena divinidad como la plena humanidad de Cristo, así como la divinidad del Espíritu Santo. Contra estos ataques, los padres del concilio de Constantinopla (381) afirmaron la fe de Nicea, y produjeron un credo más extenso, basado en el de Nicea pero aumentándolo significativamente.

Especialmente significativa fue la afirmación más extensa de este Credo relativa al Espíritu Santo, un pasaje claramente influido por el tratado clásico de Basilio de Cesárea Sobre el Espíritu Santo, que probablemente había sido terminado seis años antes. El Credo de Constantinopla afirmó la fe de la Iglesia en la divinidad del Espíritu Santo diciendo: “Y en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede (ekporeuetai) del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, que habló por los profetas”. Aunque el texto evitó directamente llamar al Espíritu “Dios”, o afirmar (como Atanasio y Gregorio Nacianceno habían hecho) que el Espíritu es “de la misma sustancia” que el Padre y el Hijo – declaraciones que sin duda habrían perturbado mucho a algunos contemporáneos precavidos en su teología- el concilio claramente pretendió con este texto hacer una afirmación de la fe de la Iglesia en la divinidad plena del Espíritu Santo, especialmente en oposición a los que veían al Espíritu Santo como una criatura. Al mismo tiempo, no interesaba al concilio especificar el modo del origen del Espíritu, o dar explicaciones sobre las relaciones particulares del Espíritu con el Padre y el Hijo.

Las actas del concilio de Constantinopla se perdieron, pero el texto de su Credo fue citado y formalmente reconocido como vinculante, junto con el Credo de Nicea, en la declaración dogmática del concilio de Calcedonia (451). En menos de un siglo, este Credo de 381 jugó un papel normativo en la definición de fe, y desde los inicios del siglo VI fue proclamado en la Eucaristía en Antioquía, Constantinopla y otras regiones en Oriente. En las regiones de las Iglesias occidentales, el Credo fue también introducido en la Eucaristía, quizá comenzando con el tercer concilio de Toledo en 589. No obstante, no fue formalmente introducido en la liturgia eucarística en Roma hasta el siglo XI –un punto de alguna importancia para el proceso de aceptación oficial occidental del Filioque.

No existe información clara del proceso por el que el Filioque fue introducido en el Credo de 381 en el Occidente cristiano antes del siglo VI. La idea de que el Espíritu “procede del Padre por el Hijo” es afirmada por numerosos teólogos latinos de los tiempos anteriores, como parte de su insistencia en la unidad ordenada de todas las tres personas dentro el único Misterio divino (p.e., Tertuliano, Adversus Praxean 4 y 5). Tertuliano, que escribe a comienzos del siglo III, subraya que el Padre, Hijo y Espíritu Santo participan de una sola sustancia, cualidad y poder divinas (ibid. 2), que concibe como brotando del Padre y trasmitidas por el Hijo al Espíritu (ibid. 8). Hilario de Poitiers, a mediados del siglo IV, en una obra semejante habla del Espíritu simplemente como “procediendo del Padre” (De Trinitate 12, 56) y “teniendo al Padre y al Hijo como su fuente” (Ibid. 2, 29); en otro pasaje, Hilario apunta a Juan 16, 15 (donde Jesús dice: “Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso he dicho, recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros”), y se pregunta en voz alta si “recibir del Hijo es lo mismo que proceder del Padre” (Ibid. 8, 20). Ambrosio de Milán, escribiendo en los años 380, afirma abiertamente que el Espíritu “procede del (procedit a) Padre y del Hijo”, sin ser separado jamás el uno del otro (Sobre el Espíritu Santo 1.11.20). Ninguno de estos escritores, no obstante, hace del modo de origen del Espíritu objeto de especial reflexión; todos están más bien interesados en subrayar la igualdad de status de todas las tres personas divinas como Dios, y todos reconocen que solo el Padre es la fuente del ser eterno de Dios.

El más temprano uso del lenguaje del Filioque en el contexto del credo está en la profesión de fe formulada por el rey visigodo Recaredo en el concilio local de Toledo en 589. Este concilio regional anatematizó a aquellos que no aceptaron los decretos de los cuatro concilios ecuménicos anteriores (canon 11), así como a aquellos que no confesaban que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (canon 3). Parece que los obispos hispanos y el Rey Recaredo creyeron en ese momento que el equivalente griego del Filioque formaba parte del credo original de Constantinopla y aparentemente entendieron que su presupuesto se oponía al Arrianismo al afirmar la íntima relación del Padre y del Hijo. Siguiendo las órdenes de Recaredo, el Credo comenzó a ser recitado durante la Eucaristía, imitando la práctica oriental. Desde España, el uso del Credo con el Filioque se extendió a través de la Galia.

Casi un siglo más tarde, se celebró en Hatfield un concilio de obispos ingleses bajo la presidencia del arzobispo Teodoro de Canterbury, un bizantino que había sido llamado a servir en Inglaterra por el papa Vitaliano. De acuerdo con Beda el Venerable (Hist. Eccl. Gent. Angl. 4, 15 [17]), este concilio afirmó explícitamente su fe conforme a los cinco concilios ecuménicos, y también declaró que el Espíritu Santo procede “de un modo inefable” (inenarrabiliter) del Padre y del Hijo.

Para el siglo VII, tres factores relacionados pueden haber contribuido a la tendencia creciente a incluir el Filioque en el Credo de 381 en Occidente, y a la creencia de algunos occidentales de que éste formaba parte, de hecho, del Credo original. Primero, una fuerte corriente en la tradición patrística de occidente, recapitulada en las obras de Agustín (354-430), hablaba de la procedencia del Espíritu del Padre y del Hijo (p.e., De Trinitate 4, 29; 15, 10, 12, 29, 37; el significado de esta tradición y su terminología se discutirán más adelante). Segundo, a lo largo de los siglos IV y V circulaba un gran número de profesiones de fe en las Iglesias, a menudo asociadas al bautismo y la catequesis. La fórmula de 381 no era considerada la única expresión vinculante de la fe apostólica. En Occidente, la más extendida de éstas era la del Credo de los Apóstoles, un primitivo credo bautismal, que contenía una simple afirmación de fe en el Espíritu Santo sin elaboración. Tercero, sin embargo, y de una significación particular para la posterior teología occidental, estaba el llamado Credo de Atanasio (Quicumque). Aunque para los occidentales, había sido compuesto por Atanasio de Alejandría, este Credo probablemente se originó en la Galia en torno al año 500 y es citado por Cesáreo de Arlés (+ 542). Este texto era desconocido en Oriente, pero tuvo una gran influencia en Occidente hasta los tiempos modernos. Apoyándose firmemente en el tratado de Agustín sobre la Trinidad, afirmaba claramente que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Una acentuación central de este Credo era su cristología fuertemente antiarriana: hablar del Espíritu como procedente del Padre y del Hijo implicaba que el Hijo no era inferior al Padre en sustancia, como sostenían los arrianos. La influencia de este Credo indudablemente apoyaba el uso del Filioque en la versión latina del Credo de Constantinopla en Europa occidental, al menos desde el siglo VI en adelante.

El uso del Credo de 381 con la adición del Filioque se convirtió en tema de controversia hacia finales del siglo VIII, en discusiones entre los teólogos francos y la sede de Roma y en la rivalidad creciente entre las cortes carolingia y bizantina, que reclamaban ambas ser las sucesoras legítimas del Imperio Romano. Como consecuencia de la lucha iconoclasta en Bizancio, los carolingios aprovecharon esta oportunidad de poner en tela de juicio la ortodoxia de Constantinopla, y plantearon un énfasis particular sobre el significado del término Filioque, que empezaron entonces a identificar como piedra de toque de la recta fe trinitaria. Una intensa rivalidad política y cultural entre los Francos y los Bizantinos proporcionó el fondo para los debates del Filioque a lo largo de los siglos VIII y IX.

Carlomagno recibió una traducción de las decisiones del Segundo concilio de Nicea (787). El concilio dio una aprobación definitiva a la práctica antigua de veneración de los iconos. La traducción resultó defectuosa. Sobre la base de esta traducción defectuosa, Carlomagno envió una delegación al papa Adriano I (772-795) para presentar sus inquietudes. Entre los puntos de objeción, los legados de Carlomagno reclamaban que el patriarca Tarasio de Constantinopla, en su entronización, no siguió la fe de Nicea y no profesó que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, sino que confesó su procesión del Padre a través del Hijo (Mansi 13.760). El papa rechazó enérgicamente la protesta de Carlomagno, mostrando detenidamente que Tarasius y el concilio, en éste y en otros puntos, mantenían la fe de los Padres (ibid. 759-810). Tras este intercambio de cartas, Carlomagno encargó los llamados Libri Carolini (791-794), una obra escrita para combatir tanto las posiciones del concilio iconoclasta de 754 como las del concilio de Nicea de 787 sobre la veneración de los iconos. De nuevo por culpa de una pobre traducción, los carolingios entendieron mal la verdadera decisión de este último concilio. En este texto, la visión carolingia del Filioque era de nuevo subrayada. Arguyendo que la palabra Filioque formaba parte del Credo de 381, los Libri Carolini reafirmaron la tradición latina de que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, y rechazaban como inadecuada la enseñanza de que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo.

Aunque las actas del sínodo local de Frankfurt en 794 no existen, otros registros indican que fue convocado especialmente para oponerse a una forma de la herejía del “adopcionismo” que parecía surgir en ese entonces en España. El énfasis de numerosos teólogos hispanos en la humanidad completa de Cristo pareció al teólogo de corte Alcuino y a otros, que esto implicaba que el hombre Jesús había sido “adoptado” por el Padre en su bautismo. En presencia de Carlomagno, este concilio –que Carlomagno parece que promovió como “ecuménico” (véase Mansi 13.899-906)- aprobó los Libri Carolini, afirmando, en el contexto del mantenimiento de la plena divinidad de la persona de Cristo, que el Espíritu procede del Padre y del Hijo. Como en los finales del siglo VI, la formulación latina del Credo, afirmando que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, fue utilizada para combatir lo que se percibió como una herejía cristológica.

Pocos años después, se celebró en Fréjus (Friuli) (796 o 797) otro concilio local, también dirigido contra el “adopcionismo hispano”. En este encuentro Paulino de Aquilea (+802), un asociado de Alcuino en la corte de Carlomagno, defendió el uso del Credo con el Filioque como un modo de oposición al adopcionismo. Paulino, de hecho, reconoció que el Filioque era una adición al Credo del 381, pero defendió la interpolación, reclamando que no contradice ni el significado del Credo ni la intención de los Padres. La autoridad en Occidente del concilio de Fréjus, junto con el de Frankfurt, motivó que el Credo de 381 con el Filioque se usara en la enseñanza y en la celebración de la eucaristía en los templos de una gran parte de Europa.

Las diferentes tradiciones litúrgicas con relación al Credo entraron en contacto en los primeros años del siglo IX en Jerusalén. Los monjes occidentales, al usar el Credo latino con el Filioque añadido, fueron denunciados por sus hermanos orientales. Escribiendo al papa León III para pedir consejo, en 808, los monjes occidentales refirieron la práctica en la Capilla de Carlomagno en Aquisgrán como su modelo. El papa León respondió con una carta a “todas las Iglesias de Oriente” en la que declaró su personal creencia en que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo. En esta respuesta, el papa no distinguía entre su personal comprensión y el tema de la legitimidad de la adición al Credo, aunque más tarde se resistiría a la adición en las liturgias celebradas en Roma.

Recogiendo el tema de la controversia de Jerusalén, Carlomagno pidió a Teodulfo de Orleans, el principal autor de los Libri Carolini, que escribiera una defensa del uso de la expresión filioque. Aparecido en 809, el De Spiritu Sancto de Teodulfo era esencialmente una compilación de citas patrísticas apoyando la teología del Filioque. Con este texto en la mano, Carlomagno convocó un concilio en Aquisgrán en 809-810 para afirmar la doctrina del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, que estaba siendo cuestionada por los teólogos griegos. Tras este concilio, Carlomagno buscó la aprobación del papa León del uso del Credo con el Filioque. (Mansi 14.23-76). En Roma en 810 tuvo lugar un encuentro entre el papa y una delegación del concilio de Carlomagno. Aunque León III afirmó la ortodoxia del término Filioque, y aprobó su uso en la catequesis y en la profesión personal de fe, explícitamente desaprobó su inclusión en el texto del Credo de 381, dado que los Padres de ese concilio –que estuvieron, señala él, no menos inspirados por el Espíritu Santo que los obispos que se habían reunido en Aquisgrán- decidieron no incluirlo. El papa León estipuló que el uso del Credo en la celebración de la Eucaristía era permisible, pero no exigible, y urgió a que a fin de prevenir el escándalo sería mejor que la corte carolingia se abstuviera de incluirlo en la liturgia. En torno a este tiempo, según el Liber Pontificalis, el papa mandó fabricar dos pesados escudos de plata y los exhibió en san Pedro, con el texto original del Credo de 381 en griego y en latín. A pesar de sus directivas y esta acción simbólica, los carolingios, sin embargo, siguieron usando el Credo con el Filioque durante la Eucaristía en sus propias diócesis.

Los bizantinos entendían poco de los diferentes elementos relativos al Filioque que iban desarrollándose en Occidente entre los siglos VI y IX. La comunicación cada vez peor, y sus propias luchas con el monotelismo, los iconoclastas y el surgimiento de Islam dejaron poco tiempo para seguir de cerca los desarrollos teológicos en Occidente. No obstante, su interés por el Filioque se hizo más pronunciado a mediados del siglo IX, cuando se mezcló con disputas jurisdiccionales entre Roma y Constantinopla, así como con las actividades de los misioneros francos en Bulgaria. Cuando los misioneros bizantinos fueron expulsados de Bulgaria por el Rey Boris, bajo influencia occidental, volvieron a Constantinopla e informaron sobre las prácticas occidentales, incluyendo el uso del Credo con el Filioque. El patriarca Focio de Constantinopla, en 867, dirigió una encíclica en términos muy enfáticos a los otros patriarcas orientales, comentándoles la crisis política y eclesiástica en Bulgaria así como las tensiones entre Constantinopla y Roma. En esta carta, Focio denunciaba a los misioneros occidentales en Bulgaria y criticaba las prácticas litúrgicas occidentales.

De forma más señalada, el patriarca Focio llamó a la adicción del Filioque en Occidente una blasfemia, y presentó un argumento teológico de gran sustancia contra la visión de la Trinidad que él creía que representaba. La oposición de Focio hacia el Filioque se basaba en SU visión de que esto significa dos causas en la Trinidad, lo que disminuye la monarquía del Padre. Así, el Filioque le parecía que sustraía algo del carácter distintivo de cada persona de la Trinidad, y confundía sus relaciones, portando paradójicamente en sí mismo las semillas tanto del politeísmo pagano como del modalismo sabeliano (Mistagogia 9, 11). En su carta de 867, Focio, sin embargo, no demuestra ningún conocimiento de la tradición patrística latina que está detrás del uso del Filioque en Occidente. Su oposición al Filioque recibiría más tarde una elaboración más detallada en su Carta al patriarca de Aquileia en 883 o 884, así como en su famosa Mistagogia del Espíritu Santo, escrita en torno a 886.

Al concluir su carta de 867, Focio reclamó un concilio ecuménico que resolviera el problema de la interpolación del Filioque, e iluminara su fundamento teológico. Se celebró un concilio local en Constantinopla en 867, que depuso al papa Nicolás I –una acción que incrementaría las tensiones entre las dos sedes. En 863, el propio Nicolás se había negado a reconocer a Focio como patriarca debido a su nombramiento supuestamente no canónico. Con los cambios en el gobierno imperial, Focio fue obligado a dimitir en 867 y fue reemplazado por el patriarca Ignacio, al que él mismo había reemplazado en 858. más tarde en el año 869 se reunió un nuevo concilio en Constantinopla. Con los representantes papales presentes y con apoyo imperial, este concilio excomulgó a Focio, y fue a continuación reconocido en el Occidente medieval, por razones que no tienen que ver con el Filioque ni con Focio, como el octavo concilio ecuménico, aunque nunca fue reconocido como tal en Oriente.

La relación entre Roma y Constantinopla cambió cuando Focio fue de nuevo patriarca en el año 877, tras la muerte de Ignacio. En Roma, el papa Nicolás había muerto en 867, y fue sucedido por Adriano II (867-872) que también anatemizó a Focio en 869. Su sucesor, el papa Juan VIII (872-882) estaba dispuesto a reconocer a Focio como el legítimo patriarca en Constantinopla, bajo ciertas condiciones, allanando así el camino para la restauración de mejores relaciones. Se celebró un concilio en Constantinopla en 879-880, en presencia de representantes de Roma y de otros patriarcados orientales. Este concilio, considerado por algunos teólogos modernos ortodoxos ecuménico, suprimió las decisiones del anterior concilio de 869-870, y reconoció el status de Focio como patriarca. Afirmó el carácter ecuménico del concilio de 787, y sus decisiones contra los iconoclastas. No hubo una extensa discusión del Filioque, que todavía formaba parte del Credo profesada en la propia Roma, y el concilio no hizo ninguna declaración sobre su justificación teológica; sin embargo, este concilio reafirmó formalmente el texto original del Credo de 381, sin el Filioque, y anatematizó a cualquiera que pretendiera componer otra confesión de fe. El concilio habló también de la Sede romana en términos de gran respeto, y permitió a los legados del papa las prerrogativas tradicionales de presidencia, reconociendo su derecho a comenzar y cerrar las discusiones y a firmar los documentos primeros. No obstante, los documentos no dan indicaciones de que los obispos presentes reconocieran formalmente una prioridad de jurisdicción a la sede de Roma, fuera del marco de la comprensión patrística de la comunión de Iglesias y la teoría canónica del siglo VI de la Pentarquía. La difícil cuestión de las reclamaciones de competencia de jurisdicción en Bulgaria de la parte del papa y del patriarca de Constantinopla se dejó a la decisión del Emperador. Tras el concilio, el Filioque se siguió usando en el Credo en partes de Europa occidental, a pesar de las intenciones del papa Juan VIII, quien, como sus predecesores, mantenía el texto sancionado por el concilio del año 381.

Una nueva etapa en la historia de la controversia se alcanzó a principios del siglo XI. Durante el sínodo que siguió a la coronación del Rey Enrique II como Sagrado Emperador romano en Roma en 1014, el Credo, incluyendo el Filioque, fue cantado por primera vez en una misa papal. A causa de esta acción, el uso litúrgico del Credo, con el Filioque, fue en general asumido en la Iglesia latina como sancionado por el papado. Su inclusión en la Eucaristía, tras dos siglos de resistencia papal de la práctica, reflejó una nueva dominación de los emperadores germanos sobre el papado, así como el sentido creciente del papado de su propia autoridad, bajo protección imperial, en la Iglesia entera, tanto occidental como oriental.

El Filioque apareció en un modo sobresaliente en los tumultuosos acontecimientos de 1054, cuando se intercambiaron excomuniones entre representantes de las Iglesias orientales y occidentales, reunidos en Constantinopla. En el contexto de sus anatemas contra el patriarca Miguel Cerulario de Constantinopla y algunos de sus asesores, el cardenal Humberto de Silva Candida, el legado del papa León IX, acusó a los bizantinos de borrar impropiamente el Filioque del Credo, y criticó otras prácticas litúrgicas orientales. Respondiendo a estas acusaciones, el patriarca Miguel reconoció que los anatemas de Humberto no tuvieron su origen en León IX y lanzó sus propios anatemas simplemente contra la delegación papal. León, de hecho, ya había muerto y su sucesor no había sido elegido. Al mismo tiempo, Miguel condenó el uso occidental del Filioque en el Credo, así como otras prácticas litúrgicas occidentales. Este intercambio de excomuniones limitadas no llevó por sí mismo a un cisma formal entre Roma y Constantinopla, a pesar de las visiones de los historiadores posteriores; no obstante, ahondó el creciente enajenamiento entre Constantinopla y Roma.

La relación entre la Iglesia de Roma y las Iglesias de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén quedó seriamente dañada durante el período de las cruzadas, y especialmente con ocasión de la infausta cuarta cruzada. En 1204, los cruzados occidentales saquearon la ciudad de Constantinopla, durante largo tiempo rival comercial y política de Venecia, y los políticos y el clero occidentales dominaron la vida de la ciudad hasta que fue reclamada por el Emperador Miguel VIII Paleólogo en el 1261. La instalación de obispos occidentales en los territorios de Constantinopla, Antioquía y Jerusalén, que fueran leales a Roma y a los poderes políticos de la Europa occidental, se convirtió trágicamente en una expresión visible del cisma. Incluso después de 1261, Roma mantuvo patriarcas latinos en estas tres antiguas sedes orientales. Para muchos cristianos orientales, esto era un signo claro de que el papado y sus apoyos políticos tenían poca estima por la legitimidad de sus antiguas Iglesias.

A pesar de este creciente enajenamiento, hubo un notable número de intentos de abordar el tema del Filioque entre los primeros años del siglo XII y la mitad del siglo XIII. El emperador germano Lotario III envió en 1136 al obispo Anselmo de Havelberg a Constantinopla para negociar una alianza militar con el Emperador Juan II Comneno. Mientras estuvo allí, Anselmo y el metropolitano Nicetas de Nicomedia mantuvieron una serie de discusiones públicas sobre los temas que dividían a las Iglesias, incluyendo el Filioque, y concluyeron que las diferencias entre las dos tradiciones no eran tan importantes como ellos habían pensado (PL 188.1206B -1210B). Una carta del patriarca ortodoxo Germán II (1222-1240) al papa Gregorio IX (1227-1241) llevó a discusiones más amplias entre los teólogos occidentales y orientales sobre el Filioque en Nicea en 1234. Más discusiones tuvieron lugar posteriormente en 1253-1254, a iniciativa del Emperador Juan III Vatatzes (1222-1254) y el papa Inocencio IV (1243-1254). A pesar de estos esfuerzos, los efectos duraderos de la cuarta cruzada y la amenaza de los turcos, junto con las reclamaciones jurisdiccionales del papado en Oriente, no permitieron que estos esfuerzos bienintencionados llegaran a un resultado definitivo.

Sobre este fondo, se celebró en Lyon en 1274 (Lyon II) un concilio occidental, tras la restauración de Constantinopla al control imperial oriental. A pesar de las consecuencias de las cruzadas, muchos bizantinos buscaban sanar las heridas de la división y miraban a Occidente como apoyo contra el creciente avance de los turcos, y el papa Gregorio X (1271-1276) esperaba calurosamente con la reunión. Entre los temas acordados para la discusión en el concilio estaba el Filioque. Sin embargo, los dos obispos bizantinos que fueron enviados como delegados no tuvieron una oportunidad real de presentar la perspectiva oriental en el concilio. El Filioque fue formalmente aprobado por los delegados en la sesión final del 17 de julio, en una breve constitución que condenaba además explícitamente a quienes sostenían otros puntos de vista sobre el origen del Espíritu Santo. Ya el seis de julio, según un acuerdo previamente logrado entre los delegados papales y el emperador en Constantinopla, se proclamó la reunión entre las Iglesias orientales y occidentales, pero nunca fue recibido por el clero y los fieles orientales, o promovido con fuerza por los papas en Occidente. En este contexto, debería anotarse que en su carta conmemorativa del 700 aniversario de este concilio (1974), el papa Pablo VI reconoció esto y añadió que “los latinos eligieron textos y fórmulas que expresaban una eclesiología que había sido concebida y desarrollada en Occidente. Es comprensible [...] que una unidad lograda de este modo no pudiera ser aceptada completamente por el pensamiento cristiano oriental”. Un poco más adelante, el papa, al hablar del futuro diálogo católico-ortodoxo, observaba: “retomará otros puntos controvertidos que Gregorio X y los Padres de Lyon pensaron haber resuelto”.

En el concilio Oriental de las Blaquernas (Constantinopla) en 1285, de hecho, las decisiones del concilio de Lyon y la teología pro-latina del anterior patriarca Juan XI Bekkos (1275-1282) fueron completamente rechazadas, bajo el liderazgo del patriarca Gregorio II, conocido también como Gregorio de Chipre (1282-1289). Al mismo tiempo este concilio produjo una significativa declaración acerca del problema teológico del Filioque. Rechazando firmemente la “doble procesión” del Espíritu del Padre y del Hijo, la declaración habló de una “manifestación eterna” del Espíritu a través del Hijo. El lenguaje del patriarca Gregorio abría el camino, al menos, hacia una comprensión más profunda, más compleja, de la relación entre Padre, Hijo y Espíritu Santo tanto en Oriente como en Occidente (véase más adelante). Esta aproximación fue ulteriormente desarrollada por Gregorio Palamas (1296-1359), en el contexto de su distinción entre la esencia y las energías de las personas divinas. Desgraciadamente, estas aperturas tuvieron poco efecto en las discusiones medievales posteriores del origen del Espíritu, tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. A pesar del interés mostrado por los teólogos bizantinos, desde la época de Focio, por oponerse tanto a la idea del Filioque como a su adición al credo latino, no hay referencia a ella en el Synodikon de la Ortodoxia, una colección que contiene más de sesenta anatemas representativas de las decisiones doctrinales de los concilios orientales a lo largo del siglo XIV.

No obstante, se hizo otro intento más de tratar el tema con autoridad a escala ecuménica. El concilio de Ferrara-Florencia (1438-1445) reunió de nuevo a representantes de la Iglesia de Roma y de las Iglesias de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, para discutir un amplio elenco de temas controvertidos, incluyendo la autoridad papal y el Filioque. Este concilio tuvo lugar en un tiempo en que el Imperio Bizantino estaba gravemente amenazado por los Otomanos, y cuando muchos en el mundo griego consideraban una ayuda militar de Occidente como la única esperanza de Constantinopla. Tras largas discusiones por parte de expertos de ambos lados, a menudo centradas en la interpretación de los textos patrísticos, fue declarada la unión de las Iglesias el 6 de julio de 1439. El decreto de reunión del concilio Laetentur caeli, reconocía la legitimidad de la visión occidental de la procesión eterna del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, como de un solo principio y una sola espiración. El Filioque estaba aquí representado con el mismo significado que la posición de algunos Padres primitivos orientales de que el Espíritu existe o procede “a través del Hijo”. El concilio aprobó también un texto que hablaba del papa como el que tiene “primacía sobre todo el mundo”, como “cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos”. A pesar de la participación ortodoxa en las discusiones, las decisiones de Florencia –como el decreto de unión de Lyon II- no fueron nunca recibidas por un cuerpo representativo de obispos o fieles en Oriente, y fueron formalmente rechazadas en Constantinopla en 1484.

La caída de Constantinopla en 1453 y el efecto de ruptura de la Reforma protestante en Occidente, así como las siguientes misiones latinas en el antiguo mundo bizantino y el establecimiento de Iglesias orientales en comunión con Roma, llevaron a una profundización en el cisma, acompañada por mucha literatura polémica por ambas partes. Durante más de cinco siglos, se han ofrecido muy pocas oportunidades a Católicos y Ortodoxos de tener una discusión seria sobre el Filioque y los problemas relacionados con la primacía y la autoridad magisterial del obispo de Roma. La Ortodoxia y el Catolicismo romano entraron en un período de aislamiento mutuo formal en el que cada uno desarrolló un sentimiento de ser el único cuerpo eclesiástico que representaba auténticamente la fe apostólica. Por ejemplo, esto se expresó en la encíclica del papa Pío IX In suprema Petri Sede de 6 de enero de 1848, y en la encíclica de León XIII Praeclara Gratulationis Publicae de 20 de junio de 1894, así como en la encíclica de los patriarcas Ortodoxos en 1848 y en la encíclica del patriarcado de Constantinopla de 1895, las dos reacciones a los anteriores documentos papales. En Alemania en 1874-75 tuvieron lugar discusiones ecuménicas sobre el Filioque entre las Iglesias ortodoxas y representantes de los Viejos Católicos y Anglicanos, y revivieron ocasionalmente durante el siglo siguiente, pero en general se ha realizado un progreso poco sustancial en el movimiento por superar la dura oposición de los puntos de vista tradicionales orientales y occidentales.

Con el concilio Vaticano II (1962-1965) y las Conferencias panortodoxas (1961-1968) se inició formalmente una nueva fase en la relación entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, con contactos y diálogo renovados. Desde ese momento, numerosos temas teológicos y acontecimientos históricos que contribuyeron al cisma entre las Iglesias han empezado a recibir una atención nueva. En ese contexto, se estableció nuestra propia Consulta norteamericana ortodoxo-católica en 1965 y en 1979 se creó la Comisión Mixta Internacional para el diálogo entre las Iglesias ortodoxa y católica. Aunque un comité de teólogos de muchas Iglesias diferentes, apoyado por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias, estudió la cuestión del Filioque en profundidad en 1978 y 1979, y concluyó con la publicación del “Klingenthal Memorandum” (1979), ninguna nueva discusión mixta y comprensiva sobre el tema ha sido emprendida por representantes de nuestras dos Iglesias hasta nuestro propio estudio. La primera declaración de la Comisión Mixta Internacional (1982), titulada “El Misterio de la Iglesia y de la Eucaristía a la Luz del Misterio de la Trinidad”, SÍ trata brevemente el tema del Filioque, en el contexto de una extensa discusión de la relación de las personas de la Santísima Trinidad. La Declaración dice: “Sin pretender resolver aún las dificultades que han surgido entre Oriente y Occidente que atañen a la relación entre el Hijo y el Espíritu, podemos ya decir juntos que este Espíritu que procede del Padre (Jn 15, 26) como la única fuente de la Trinidad, y que se ha hecho el Espíritu de nuestra filiación (Rm 8, 15), dado que es ya el Espíritu del Hijo (Gal 4, 6), es comunicado a nosotros, particularmente en la Eucaristía, por este Hijo en el que descansa en el tiempo y en la eternidad (Jn 1, 32)” (n. 6).

Algunos otros acontecimientos en las últimas décadas apuntan a un mayor deseo por parte de Roma de reconocer el carácter normativo del credo original de Constantinopla. Cuando el patriarca Dimitrios I visitó Roma el 7 de diciembre de 1987, y de nuevo durante la visita del patriarca Bartolomé I a Roma en junio de 1995, ambos patriarcas asistieron a una Eucaristía celebrada por el papa Juan Pablo II en la basílica de san Pedro. En ambas ocasiones el papa y el patriarca proclamaron el Credo en griego (es decir, sin el Filioque). El papa Juan Pablo II y el patriarca rumano Teoctist hicieron lo mismo en rumano en la Misa papal en Roma el 13 de octubre de 2002. El documento Dominus Iesus: Sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y la Iglesia, publicado por la Congregación para la Doctrina de la fe el 6 de agosto de 2000, comienza sus consideraciones teológicas sobre la enseñanza central de la Iglesia con el texto del credo de 381, de nuevo sin la adición del Filioque. Aunque no se ha ofrecido una interpretación de estos usos del Credo, estos desarrollos sugieren una nueva conciencia de la parte católica del carácter único del texto griego original del Credo como la formulación más auténtica de la fe que unifica la Cristiandad oriental y occidental.

Poco después del encuentro en Roma entre el papa Juan Pablo II y el patriarca ecuménico Bartolomé I, el Vaticano publicó el documento “Las tradiciones griega y latina con respecto a la procesión del Espíritu Santo” (13 de septiembre de 1995). Este texto pretendió ser una nueva contribución al diálogo entre nuestras Iglesias sobre este controvertido tema. Entre las numerosas observaciones que hace, el texto dice: “La Iglesia católica reconoce el valor conciliar, ecuménico, normativo e irrevocable, como la expresión de UNA fe común de la Iglesia y de todos los cristianos, del Símbolo profesado en griego en Constantinopla en 381 por el segundo Concilio Ecuménico. Ninguna confesión de fe peculiar de una tradición litúrgica particular puede contradecir esta expresión de fe enseñada y profesada por la Iglesia indivisa”. Aunque obviamente la Iglesia católica no considera que el Filioque sea una contradicción del Credo de 381, el significado de este pasaje en la declaración del Vaticano de 1995 no debería minimizarse. Como respuesta a este importante documento es como comenzó nuestro propio estudio del Filioque en 1999, y esperamos que la presente declaración sirva para avanzar las discusiones positivas entre nuestras comuniones tal como nosotros mismos lo hemos experimentado.

III. Reflexiones teológicas
En todas las discusiones sobre el origen del Espíritu Santo dentro del Misterio de Dios, y sobre las relaciones de Padre, Hijo y Espíritu Santo entre ellos, lo primero que debe cultivarse como hábito de mente es sin duda una reverente modestia. En relación con el divino Misterio en sí, podemos decir muy poco, y nuestras especulaciones corren siempre el riesgo de reclamar un grado de claridad y certeza mayor de lo que merecen. Como el Pseudo-Dionisio nos recuerda, “Ni unidad, ni trinidad o número o unicidad o fecundidad, o ninguna otra cosa que sea una criatura o pueda ser conocida por una criatura, es capaz de expresar el Misterio, más allá de todo pensamiento y razón, de esa Divinidad trascendente que de modo superesencial supera todas las cosas” (Sobre los Nombres Divinos 13, 3). El hecho de que nosotros, como cristianos, profesamos que nuestro Dios, quien es radical e indivisiblemente uno, es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo –tres “personas” quienes no pueden confundirse nunca o reducirse unas a otras, y quienes son plena y literalmente Dios, singularmente y en la totalidad armoniosa de sus relaciones unas con otras- es simplemente un resumen de lo que hemos aprendido de la autorevelación de Dios en la historia humana, una revelación que alcanzó su climax en hacernos capaces, en el poder del Espíritu Santo, de confesar a Jesús como la Palabra eterna y el Hijo del Padre. Ciertamente nuestro lenguaje cristiano sobre Dios debe estar siempre regulado por las Sagradas Escrituras, y por la tradición dogmática de la Iglesia, que interpreta el contenido de la Escritura de modo normativo. con todo subsiste siempre el difícil problema hermenéutico de aplicar términos y textos particulares de la Escritura a la vida interna de Dios, y de saber cuándo un pasaje refiere simplemente la acción de Dios en la “economía” de la historia salvífica, o cuándo debería ser comprendido como referido de modo absoluto al ser propio de Dios. La división entre nuestras Iglesias sobre la cuestión del Filioque sería probablemente menos aguda si ambas partes, a lo largo de los siglos, hubieran sido más conscientes de las limitaciones de nuestro conocimiento de Dios.

En segundo lugar, la discusión de este difícil tema ha estado muchas veces obstaculizada por distorsiones polémicas, en las que cada parte ha caricaturizado la posición de la otra con el fin de argumentar. No es cierto, por ejemplo, que la principal corriente de la teología ortodoxa conciba la procesión del Espíritu, en el interior del ser eterno de Dios, simplemente sin que quede afectada por la relación del Hijo con el Padre, o piense en el Espíritu como no “perteneciente” propiamente al Hijo cuando el Espíritu es enviado a la historia. Tampoco es cierto que la principal corriente de la teología latina haya empezado tradicionalmente sus reflexiones trinitarias a partir de una consideración abstracta, no escriturística de la sustancia divina, o afirme dos causas de la existencia hipostática del Espíritu o quiera asignar al Espíritu Santo un papel subordinado al del Hijo, o sea dentro del Misterio de Dios o sea en la acción salvadora de Dios en la historia.

Estamos convencidos, a partir de nuestro propio estudio, de que las tradiciones teológicas occidentales y orientales han tenido un acuerdo sustancial, desde el período patrístico, sobre un gran número de afirmaciones fundamentales sobre la Santa Trinidad que tienen que ver con el debate del Filioque:

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* ambas tradiciones afirman claramente que el Espíritu Santo es una distinta hipóstasis o persona dentro del divino Misterio, igual en status al Padre y al Hijo, y no es simplemente una criatura o un modo de hablar de la acción de Dios en las criaturas;

* aunque el Credo de 381 no lo declara explícitamente, ambas tradiciones confiesan que el Espíritu Santo es Dios, de la misma sustancia divina (homoousios) que el Padre y el Hijo;

* ambas tradiciones afirman también claramente que el Padre es la fuente primordial (arché) y la causa última (aitía) del ser divino, y por tanto de todas las operaciones de Dios: la “fuente” de la que manan tanto el Hijo como el Espíritu, la “raíz” de su ser y fecundidad, el “sol” del que irradia su existencia y su actividad;

* ambas tradiciones afirman que las tres hipóstasis o personas en Dios están constituidas en su existencia hipostática y se distinguen unas de otras únicamente por sus relaciones de origen, y no por ninguna otra característica o actividad;

* por consiguiente, ambas tradiciones afirman que todas las operaciones de Dios –las actividades por las que Dios llama a la realidad creada al ser, y forma esta realidad, para su bienestar, en un cosmos unificado y ordenado centrado en la criatura humana, que es hecha a imagen de Dios- son la obra común del Padre, Hijo y Espíritu Santo, si bien cada uno de ellos juega un papel distinto en estas operaciones, que está determinado por las relaciones de unos con otros.

No obstante, las tradiciones orientales y occidentales de reflexión sobre el Misterio de Dios han desarrollado claramente categorías y concepciones que difieren de modos sustanciales una de la otra. Estas diferencias no pueden ser desaparecidas simplemente, ni hechas de tal manera que parezcan equivalentes mediante un argumento fácil. Nos gustaría resumir nuestras diferencias como sigue:

1) Terminología

La controversia del Filioque es ante todo una controversia sobre palabras. Como muchos autores recientes han señalado, parte del desacuerdo teológico entre nuestras comuniones parece estar arraigado en las sutiles pero significativas diferencias en el modo en que términos clave han sido utilizados para referirse al origen divino del Espíritu. El texto original del Credo de 381, hablando del Espíritu Santo, lo caracteriza en términos de Juan 15, 26, como el “que procede (ekporeuetai) del Padre”: probablemente influido por el uso de Gregorio el Teólogo (Or 31, 8), el concilio eligió limitarlo al lenguaje de Juan, alterando un poco el texto del Evangelio (cambiando to pneuma ho para tou Patros ekporeuetai por to pneuma to hagion... to ek tou Patros ekporeuomenon) con el fin de acentuar que la “venida” del Espíritu comienza “en” el papel hipostático eterno del Padre como fuente del ser divino, y de este modo se describe mejor como un tipo de “movimiento desde” (ek) él. La connotación subyacente de ekporeuesthai (“proceder”, “salir de”) y el nombre relacionado con él, ekporeusis (“procesión”), parece haber sido la de un “paso hacia fuera” desde dentro de algún punto de origen. Al menos desde la época de los Padres capadocios, la teología griega restringe el uso teológico de este término casi siempre a la salida del Espíritu desde el Padre, dándole el status de un término técnico para la relación de estas dos personas divinas. Por contraste, otras palabras griegas, tales como proienai, ·”adelantar” “progresar” son frecuentemente usadas por los Padres orientales para referirse a la “misión” salvadora del Espíritu en la historia desde el Padre y EL Señor resucitado.

La palabra latina procedere, por su parte, con el sustantivo relacionado con ella processio, sugiere simplemente “movimiento en adelante”, sin la implicación añadida del punto de partida de este movimiento: así es utilizado para traducir un gran número de términos teológicos griegos, incluyendo proienai, y es entendido explícitamente por Tomás de Aquino como un término general que denota “cualquier origen” (Summa Theologica I, q.36, a.2), incluyendo –en un contexto trinitario- la generación del Hijo así como la espiración del Espíritu y su misión en el tiempo. Como resultado, tanto el origen primordial del Espíritu en el Padre eterno como su “salida en adelante” desde el Señor resucitado, tiende a ser designado, en latín, con la misma palabra, procedere, mientras la teología griega usa normalmente dos términos diferentes. Aunque la diferencia entre las tradiciones griega y latina de comprensión del origen eterno del Espíritu es más que simplemente verbal, gran parte de la preocupación original de la Iglesia griega por la inserción de la palabra Filioque en la traducción latina del Credo de 381 muy bien puede haberse debido -como explicó Máximo el Confesor (Carta a Marinus PG 91, 133-136)- a una mala comprensión por ambas partes de los diferentes valores de los significados implicados en los términos griegos y latinos de “procesión”.

2) Los problemas sustantivos

Claramente dos problemas centrales separan a las Iglesias Oriental y Occidental en su historia del debate del Filioque: uno teológico, en sentido estricto, y otro eclesiológico.

a) Teológico:

Si se entiende “teología”, en el sentido patrístico, como reflexión sobre Dios como trinidad, la cuestión teológica que está detrás de esta disputa es si el Hijo debe ser pensado como alguien que juega cualquier papel en el origen del Espíritu, como una hipóstasis o “persona” divina, que procede del Padre, el cual es la única fuente última del Misterio divino. La tradición griega, como hemos visto, se ha atenido ha relacionado generalmente al texto de Juan 15, 26 y A la formulación del Credo de 381 para afirmar que todo lo que sabemos del origen hipostático del Espíritu es que “procede del Padre”, en un modo distinto de, pero paralelo a, la “generación” del Hijo por el Padre (p.e., Juan de Damasco, Sobre la fe ortodoxa 1, 8). No obstante, esta misma tradición reconoce que la “misión” del Espíritu en el mundo también incluye al Hijo, que recibe el Espíritu en su propia humanidad en su bautismo, sopla el Espíritu sobre los Doce en la tarde de la resurrección, y envía el Espíritu con poder al mundo, mediante la predicación carismática de los Apóstoles, en Pentecostés. Por otra parte, la tradición latina desde Tertuliano ha tendido a asumir que dado el orden en el que la Iglesia normalmente nombra las personas en la Trinidad situando al Espíritu detrás del Hijo, se debe pensar que él procede “del” Padre “a través” del Hijo. Agustín, que en varios pasajes insiste en que el Espíritu Santo “procede del Padre”, porque como Dios no es inferior al Hijo (De fide et Symbolo 9, 19; Enchiridion 9, 3), desarrolla, en otros textos, su comprensión clásica de que el Espíritu también “procede” del Hijo, porque es, en el curso de la historia sagrada, el Espíritu y el “don” de ambos, Padre e Hijo (p.e. Sobre la Trinidad 4, 20 ,29); Tratado sobre el Evangelio de Juan 99, 6-7), el don que comienza en su propio eterno intercambio de amor (Sobre la Trinidad 15, 17 ,29). En la visión de Agustín, esta implicación del Hijo en la procesión del Espíritu no es comprendida como contradictoria con el papel del Padre como única fuente última de ambos, el Hijo y el Espíritu, sino que ella misma es dada por el Padre en la generación del Hijo: “el Espíritu Santo, a su vez, tiene esto del Padre mismo, que él procediera también del Hijo, justo como procede del Padre” (Tratado sobre el Evangelio de Juan 99, 8).

Mucho de lo que distingue las primeras tradiciones latina y griega sobre este punto se debe, sin duda, a la sutil diferencia del latín procedere del griego ekporeuesthai: como hemos observado, la “salida” del Espíritu es designada en un sentido más general con el término latino, sin la connotación, aludida por el griego, de un origen último. La “procesión” del Espíritu del Hijo, no obstante, es concebida en la teología latina como una relación algo diferente de su “procesión” del Padre aun cuando –como en las explicaciones de Anselmo y Tomás de Aquino- la relación del Padre y del Hijo con el Espíritu Santo es mencionada como constituyendo un “principio único” del origen del Espíritu: incluso en el espirar al Espíritu juntos, de acuerdo con estos teólogos latinos del período más tardío, el Padre mantiene la prioridad, dando al Hijo todo lo que tiene y haciendo posible todo lo que él hace.

También los teólogos griegos, se han esforzado muchas veces por encontrar modos de expresar un sentido según el cual el Hijo, que envía el Espíritu en el tiempo, juega también un papel mediador de algún tipo en el ser y la actividad eternas del Espíritu. Gregorio de Nisa, por ejemplo, explica que podemos sólo distinguir las hipóstasis dentro del Misterio de Dios “creyendo que uno es la causa, el otro es desde la causa, y en lo que es desde la causa, reconocemos aún otra distinción: uno es inmediatamente del primero, el otro es a través de aquel que es inmediatamente del primero”. Esto es característico de la “mediación” (mesiteia) del Hijo en el origen del Espíritu, añade él, que preserva su propio papel único como Hijo y permite al Espíritu tener una “relación natural” con el Padre (A Ablabius: GNO III/I, 56, 3-10). En el siglo XIII, el concilio de las Blaquernas (1285), bajo el liderazgo del patriarca de Constantinopla Gregorio II, dio algunos pasos más para interpretar los textos patrísticos que hablan del Espíritu como siendo “a través” del Hijo en un sentido acorde con la tradición ortodoxa. El concilio propuso en su Tomos que aunque la fe cristiana debe mantener que el Espíritu Santo recibe su existencia e identidad hipostática sólo del Padre, que es la causa única del ser divino, él resplandece desde, y es manifestado eternamente a través del Hijo, al modo en que la luz brilla y se manifiesta por medio de los rayos del sol” (trad. A. Papadakis, Crisis in Byzantium [St Vladimir´s 1996] 219). En el siglo siguiente, Gregorio Palamas propuso una interpretación similar de esta relación en muchas de sus obras; en su Confesión de 1351, por ejemplo, afirma que el Espíritu Santo “tiene al Padre como fundamento, fuente, y causa”, pero “reposa en el Hijo” y “es enviado –esto es, manifestado- a través del Hijo” (ibid. 194). En términos de la energía divina trascendente, aunque no en términos de sustancia o ser hipostático, “el Espíritu se derrama desde el Padre a través del Hijo, y, si quieres, desde el Hijo sobre todos los que son dignos de ello”, una comunicación que aun puede ser denominada en sentido amplio “procesión” (ekporeusis) (Apodeictic Treatise 1: trad. J. Meyendorff, A Study of Gregory Palamas [St Vladimir´s 1974] 231-232).

Sin duda las tradiciones teológicas griega y latina mantienen alguna tensión entre ellas sobre el problema fundamental del origen eterno del Espíritu como una persona divina distinta. para la época medieval, como resultado de la influencia de Anselmo y Tomás de Aquino, la teología occidental casi universalmente concibe la identidad de cada persona divina como definida por sus “relaciones de oposición” –en otras palabras, sus relaciones de origen que se definen mutuamente-, y concluye que el Espíritu Santo no sería hipostáticamente distinguible del Hijo si el Espíritu Santo “procedió” del Padre solamente. En la comprensión latina de processio como término general para “origen”, después de todo, también se puede decir que el Hijo “procede del Padre” al ser generado por él. La teología oriental, tomando el lenguaje de Juan 15, 26 y el Credo de 381, sigue comprendiendo el lenguaje de “procesión” (ekporeusis) como algo que denota una relación causal única, exclusiva y distintiva entre el Espíritu y el Padre, y en general limita el papel del Hijo a la “manifestación” y “misión” del Espíritu en las actividades divinas de creación y redención. Estas diferencias, aunque sutiles, son sustanciales, y el verdadero peso de la tradición teológica que está tras ellas hace más difícil reconciliarlas teológicamente.

b) Eclesiológico

El otro tema permanentemente presente desde los finales del siglo VIII en el debate sobre el Filioque es el de la autoridad pastoral y magisterial en la Iglesia, más precisamente, el tema de la autoridad del obispo de Roma para resolver cuestiones dogmáticas de modo definitivo, simplemente en virtud de su oficio. Desde el concilio de Efeso (431), la tradición dogmática de las Iglesias tanto oriental como occidental ha afirmado repetidamente que la norma final de la ortodoxia en la interpretación del Evangelio cristiano debe ser “la fe de Nicea”. La tradición ortodoxa ve que la expresión normativa de esta fe tienen que ser los Credos y cánones formulados por los concilios que han sido recibidos por las Iglesias apostólicas como “ecuménicos”, como expresión de la permanente y universal fe apostólica. La tradición católica acepta también formulaciones conciliares como normativas dogmáticamente, y atribuye una importancia única a los siete concilios que han sido aceptados como ecuménicos por las Iglesias ortodoxa y católica. No obstante, al reconocer la primacía universal del obispo de Roma en materias de fe y de servicio de unidad, la tradición católica acepta la autoridad del papa para confirmar el proceso de recepción conciliar, y para definir lo que entra o no entra en conflicto con la “fe de Nicea” y la tradición apostólica. Así, mientras la teología ortodoxa ha visto la aprobación última por los papas, en el siglo XI, del uso del Filioque en el Credo latino como una usurpación de la autoridad dogmática propia sólo de los concilio ecuménicos, la teología católica lo ha visto como un ejercicio legítimo de su autoridad primacial para proclamar y clarificar la fe de la Iglesia. Como nuestro propio estudio ha mostrado repetidamente, es precisamente en las épocas en las que los problemas de poder y de control han preocupado a nuestras Iglesias, cuando la cuestión del Filioque ha emergido como un problema central: mantenido como condición para mejorar relaciones, o dado como una razón para que la desunión siga sin ser sanada.

Como la cuestión teológica del origen del Espíritu Santo anteriormente discutida, esta divergencia de comprensión de la estructura y ejercicio de la autoridad en la Iglesia es claramente una cuestión muy grave: sin duda la primacía papal, con todas sus implicaciones, sigue siendo el problema de raíz que está tras todas las cuestiones de teología y práctica que siguen dividiendo a nuestras comuniones. En la discusión permanente del Filioque entre nuestras Iglesias, no obstante, lo hemos encontrado beneficioso mantener estos dos problemas metolológicamente separados uno de otro, y reconocer que el misterio de las relaciones entre las personas en Dios debe ser abordado de un modo diferente de la cuestión si es o no adecuado para las Iglesias occidentales profesar la fe de Nicea en términos que divergen del texto original del Credo de 381.

3) Continuando nuestras reflexiones

Se ha señalado a menudo que la teología del Espíritu Santo es un campo subdesarrollado en la reflexión teológica cristiana. Esto parece revelarse verdadero aun en el tema del origen del Espíritu Santo. Si bien se ha escrito mucho sobre las razones a favor y en contra de la teología del Filioque desde la era carolingia, mucho de ello ha sido polémico por su naturaleza y dirigido a la justificación de posiciones supuestas por ambas partes como no negociables. poco esfuerzo se ha hecho, antes de la época actual, para buscar nuevos modos de expresar y explicar la comprensión bíblica y la de los primeros cristianos de la persona y obra del Espíritu Santo, lo cual podría servir de marco nuevo para la discusión y para mover a todas las Iglesias hacia un consenso sobre materias esenciales que debería estar en continuidad con ambas tradiciones. Últimamente, numerosos teólogos de diferentes Iglesias han sugerido que ahora puede ser el momento de volver sobre esta cuestión juntos, en un espíritu genuinamente ecuménico, y buscar nuevos desarrollos en nuestra articulación de la fe apostólica que puedan finalmente lograr la recepción ecuménica cristiana.

Reconociendo estos desafíos, nuestra Consulta apoya una tal empresa teológica común. Esperamos que un serio proceso de reflexión sobre la teología del Espíritu Santo, basado en las Escrituras y en la tradición entera de la teología cristiana, y conducido con una apertura a nuevas formulaciones y estructuras conceptuales acordes con esta tradición, pueda ayudar a nuestras Iglesias a descubrir nuevos fondos de fe común y aumentar nuestro respeto para la sabiduría de nuestros respectivos antepasados. Urgimos, además, a que nuestras dos Iglesias persistan en sus esfuerzos de reflexión –juntas y por separado- sobre la teología del primado y la sinodalidad, dentro de las estructuras eclesiales de enseñanza y práctica pastoral, reconociendo que aquí también sigue siendo crucialmente necesaria una apertura permanente al desarrollo doctrinal y práctico, íntimamente vinculado a la acción del Espíritu en la comunidad. Gregorio Nacianceno nos recuerda, en su Quinta oración teológica sobre la divinidad del Espíritu Santo, que el lento descubrimiento en la Iglesia del verdadero st

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