Zaqueo (San Lucas 19:1-10)
Un sermón de san Juan de Shangai y San Francisco
¿Quién era Zaqueo? Él era un líder de los publicanos, el «jefe de los publicanos». La usual comparación entre el humilde publicano y el orgulloso frecuentemente oscurece la correcta caracterización de estos dos personajes en nuestras mentes. Para entender el Evangelio correctamente, uno debe tener una imagen clara de quiénes eran estos exactamente.
De hecho, los fariseos eran hombres justos. Si llamar a alguien «fariseo» hoy suena como una condenación, esto no era así en los días de Cristo y durante las primeras décadas del cristianismo. Al contrario, el Apóstol Pablo confiesa enfáticamente ante los judíos: «Yo soy fariseo, hijo de fariseo» (Hechos 23:6). Y más tarde escribe a los cristianos, sus hijos espirituales: «[Soy] del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo» (Filipenses 3:5). Además del santo Apóstol Pablo, muchos otros fariseos se convirtieron en cristianos: José, Nicodemo, Gamaliel. Los fariseos (en antiguo hebreo perusim, y en arameo, ferisim, que quieren decir «otro» – los separados, diferentes) eran celosos de la ley de Dios. Ellos «descansaban en la ley»; en otras palabras, meditaban sobre ella continuamente, la amaban, y se esforzaban por cumplirla fielmente. La razón de las denuncias del Señor contra los fariseos es para advertirles que anulan todos sus buenos esfuerzos, y reciben del Señor no bendición sino condenación, al exaltarse con orgullo a causa de sus buenas obras, y, principalmente, al juzgar a su prójimo. Un impactante ejemplo de esto es el del fariseo de la parábola, que dice: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres» (San Lucas 18:11).
Por otro lado, los publicanos eran pecadores inconfundibles que violaban las más fundamentales leyes del Señor. Los publicanos eran cobradores de impuestos para los romanos entre los judíos. Debe recordarse que los judíos, conscientes de su posición exclusiva como pueblo escogido de Dios, se gloriaban de que «linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie» (San Juan 8:33). Pero ahora, como resultado de circunstancias históricas bien conocidas, se encontraban sometidos, esclavizados por un pueblo orgullo, tosco, «de hierro»: los paganos romanos. Y el yugo de esta esclavitud era estrechado cada vez más, y se hacía cada vez más doloroso.
El signo más tangible y obvio de esta esclavitud y sometimiento de los judíos a los romanos era el pago de toda clase de impuestos –tributos– por los judíos a sus esclavizadores. Para los judíos, como para todos los pueblos antiguos, traer el tributo era por la mayor parte un símbolo de sometimiento. Y los romanos, nunca atemorizados en lo mas mínimo ante un pueblo subyugado, tosca y autoritariamente exigían de ellos impuestos ordinarios y suplementarios. Naturalmente, los judíos los pagaban con odio y asco. No fue sin razón que los escribas, deseando comprometer al Señor en los ojos del pueblo, le preguntaron: «¿Es lícito dar tributo a César, on no?» (San Mateo 22:17). Ellos sabían que si Cristo decía que no debía pagarse tributo a César, sería fácil acusarlo ante los romanos, mientras que si Cristo decía que debía pagarse tributo, estaría irremediablemente comprometido en los ojos del pueblo.
Mientras los romanos gobernaron Judea mediante reyes locales, tales como Herodes, Arquelao, Agripa, y otros, esta esclavitud a Roma –y especialmente la necesidad de pagar impuestos– estaba algo mitigada para los judíos, pues solo estaban subyugados indirectamente y pagaban el tributo a sus reyes, que a su vez estaban sujetos y pagaban a Roma. Pero justo antes de que Cristo comenzara su ministerio de predicación hubo un cambio en el sistema de gobierno de Judea. El censo universal conectado con la natividad de Cristo fue el primer paso para el establecimiento de un impuesto per cápita sobre todos los súbditos romanos en aquel lugar.
En el año 6 ó 7 d. C., tras el derrocamiento de la Arquelao, este impuesto fue introducido sobre todos los habitantes de Palestina, y los judíos se desquitaron con revueltas encabezadas por el fariseo Zadok y por Judas el galileo (cfr. Hechos 5:37). Fue sólo con gran dificultad que el Sumo Sacerdote Joazar pudo calmar al pueblo. En vez de reyes locales, procuradores romanos fueron designados como goberantes de Judea y provincias vecinas. La institución de los publicanos fue introducida entonces para la más efectiva recaudación de los impuestos. Estos habían existo en Roma desde tiempo antiguos, pero mientras que en Roma y a través de Italia los publicanos eran reclutados de una respetable clase de caballeros (en latín, equites), en Judea los romanos tuvieron que reclutar publicanos de entre los parias morales, de entre los judíos que aceptaban trabajar para ellos y forzar a sus hermanos a pagar tributo.
El aceptar tal posición estaba conectado con una profunda caída moral. Estaba conectado con una traición no sólo nacional, sino sobretodo religiosa; para convertirse en una herramienta para la esclavización del pueblo escogido por Dios a manos de toscos paganos, uno tenía que renunciar las esperanzas de Israel, todo lo que le era sagrado, sus expectativas. Aún más, un publicano tenía que hacer un juramento de fidelidad al emperador y ofrecer un sacrificio pagano al espíritu del genio del emperador al aceptar su posición. (Los romanos no tomaban en consideración las sensibilidades religiosas de sus agentes.) Los publicanos no sólo servían los intereses de Roma recaudando impuestos sobre sus propios compatriotas, sino que, dedicándose a sus propias metas mercenarias y enriqueciéndose a expensas de sus hermanos esclavizados, hacían el yugo de la opresión romana aún mas oneroso. Esto eran los publicanos. Por esto estaban rodeados por odio e insultos bien merecidos: eran traidores de su pueblo, traicionando no sólo a los suyos, sino también a un pueblo escogido, al instrumento de Dios en el mundo, el único pueblo mediante el cual la regeneración y la salvación podían venir a la humanidad.
Todo lo hasta aquí dicho aplica a Zaqueo en el más alto grado, pues no sólo era un publicano ordinario, sino un líder de los publicanos, un architelonis. Sin duda lo había hecho todo: ofrecer sacrificios paganos y jurar un juramento pagano, cobrar impuestos inexorablemente de sus hermanos, inflándolos para su propio beneficio. Y se hizo rico, como testifica el Evangelio. Por supuesto, Zaqueo comprendía claramente que las esperanzas de Israel estaban perdidas para él. Todo lo proclamado por los profetas y amado por él desde su niñez, aquello que hacía temblar con gozo a toda alma «que conoce el júbilo», no era para él. Era un traidor, un engañador, y un rechazado. No tenía lugar en Israel. Y ahora llegaban a él rumores de que el Santo de Israel, el Mesías anunciado por los profetas, había aparecido en el mundo, y que, junto a un pequeño grupo de discípulos, caminaba por los campos de Judea y Galilea predicando el Evangelio del Reino y obrando grandes milagros. Esperanzas gozosas se encendían en los corazones de los que creían. ¿Cómo reaccionará Zaqueo a esto? Para él personalmente, la venida del Mesías es una catástrofe. El dominio de los romanos debe terminar, y un Israel triunfante sin duda se vengará del daño sufrido por su causa, por las ofensas y la opresión causadas por él. Pero aún si esto no es así --pues el Mesías, como testifica el profeta, viene como uno justo y salvador, humilde (cfr. Zacarías 9:9)-- el triunfo del Mesías debe traer a Zaqueo la más grande desgracia y la pérdida de todas las riquezas y la posición que adquirió al precio de su traición ante Dios, su pueblo, y todas las esperanzas de Israel.